miércoles, 30 de diciembre de 2015

El filósofo y la teología: el agua y el vino





Hace tiempo me había quedado pendiente investigar una cuestión de suma importancia. Sabía que el tema no era fácil de tratar, y sabía que algo de la cuestión estaba en un librito que hace tiempo tengo en mi biblioteca. Por cierto que ya hace tiempo me recomendaron que lo lea. El libro es de Etienne Gilson y se llama "El filósofo y la teología".
Ya hace tiempo (desde que abrí este blog) que no hice más que reflexionar sobre el verdadero significado de ser filósofo. Hay otro tema que ocupó mis meditaciones, del cual quizás más adelante diga algo por este medio. La aventura, aquella aventura, tuvo muchas andanzas. Fui de acá para allá, y en lo escrito fui pasando por la Metafísica, los Tópicos y la Retórica de Aristóteles al Fedro y la República de Platón, de Pieper a Maritain, de S. Tomas a ... Gilson. Y de Gilson aquel librito.

Me es difícil comenzar diciendo el gusto que me dejó la lectura de ese libro. Creo que la primera sensación fue de sorpresa. No me esperaba que el libro fuese casi un diario personal, un compendio y anecdotario de sus experiencias como filósofo. Eso hace que el libro pueda leerse con mucha fluidez, sin perder su intrínseca profundidad sobre la materia y que adquiera un tono de familiaridad. Está uno leyendo la vida de una persona: sus meditaciones, sus aspiraciones más profundas, sus sentimientos en momentos cruciales, sus decisiones, etc. Y eso, todo eso, no es poca cosa. Y en segundo lugar, señalar, que no sólo es enorme la cantidad de verdades que dice, sino que me parece aún más meritorio el cómo las dice: la elocuencia, el tacto concreto con lo vivencial, la solidez argumentativa, las relaciones y metáforas. Pero no quiero poner tantas letras en estos asuntos, y sí quiero entrar en lo esencial de la materia.
Ciertamente que hacer un análisis minucioso del libro sería demasiado extenso y, a mi parecer, carente de sentido. Pero sí me parece sensato señalar el vértice fundamental del libro: ¿Es la filosofía tal cuando a ella se une el elemento teológico? ¿No es impura, y por tanto, carente de sentido filosófico la filosofía que tiene alguna referencia con la fe y la religión? ¿De qué modo el dogma, como objeto de fe, puede tener relación con el ejercicio filosófico? ¿No son dos contradictorios irreconciliables?

Así es como se lo pregunta Gilsón: "¿Pero qué ocurre con la filosofía en este asunto? Movilizada de esta forma por la teología, para unos fines que no son los suyos, ¿no es de temer que pierda su esencia en la aventura?". Inmediatamente responde: "En un sentido, si, pero gana en el cambio."

Lo cual explica de este modo:

"El reproche fue dirigido a Santo Tomás. Unos teólogos que se inquietaban más por la suerte de la ciencia sagrada que por la filosofía, le reprocharon mezclar el agua de la filosofía con el vino de la Escritura, pero él refutó este argumento con una comparación sacada de esta misma física a la que se le reprochaba recurrir. En una simple mezcla, respondió, los componentes conservan su naturaleza y subsisten en el seno de lo compuesto, como ocurre con el vino y el agua, en el agua enrojecida, pero la teología no es una mezcla; no se compone de elementos heterogéneos, parte de los cuales pertenecerían a la filosofía, y los otros a la fe en la palabra de Dios. En ella todo es homogéneo, a despecho de las diferencias de origen: 'Los que recurren a argumentos filosóficos en la Sagrada Escritura, y los ponen al servicio de la fe, no mezclan el agua al vino, cambian el agua en vino'.
Traducido: cambian la filosofía en teología, como Jesús cambió el agua en vino en las bodas de Caná. Es así como la sabiduría teológica, impresa en el espíritu del teólogo como el sello de la ciencia misma de Dios, puede integrar en su trascendente unidad la totalidad del saber".

Cualquier persona objetaría rápidamente que en ese fragmento está ya dicho todo: la filosofía es absorbida y, por tanto, anulada esencialmente por la teología. Pero Gilsón continúa diciendo:

"¿Cómo puede ser incluida en la teología la especulación puramente racional, sin, por ello, corromperse ni corromperla? Es que hace falta que esa filosofía siga siendo racional para ser utilizable por la teología y que la teología siga siendo ella misma para poder utilizarla. La famosa fórmula: la filosofía al servicio de la teología, no tiene otro sentido. Para que esta servidora sirva hace falta que no sea destruida. Y es cierto que la servidora no es la dueña, pero es de la casa."
Y la cosa es así, de arriba para abajo. Cada una tiene un campo metodológico, principios y procedimientos propios. Pero entonces, ¿cómo es que se relacionan? ¿cómo pueden tener conexión dos disciplinas tan distintas? Antes de responder a estas preguntas hay que aclarar algo: ambos conocimientos (el filosófico y el teológico) no son equitativos, sino jerárquicos. La teología es a la filosofía, lo que la ciencia divina es a la teología. Dios al conocerse a Sí mismo, lo conoce todo. Esto constituye lo que tradicionalmente se llama "ciencia divina". Por la revelación y la Gracia, Dios da al hombre ciertos principios a partir de los cuales puede proceder metodológicamente a nuevos conocimientos. Esta nueva disciplina puesta en el vértice de la jerarquía de las ciencias es la teología. Y debajo de ella y a su servicio, la filosofía. Entonces se renueva la pregunta, ¿pero qué gana con ello la filosofía? La filosofía, al ser asumida a los fines supremos de la teología no sólo no pierde nada de su intrínseca dignidad, sino que es elevada al conocimiento de verdades que por prolongación de su propia metodología sería imposible de alcanzar, a la vez que es purificada de errores que la infalibilidad divina y eclesial purgan en orden a la salvación de las almas. 
Pero, aclaro nuevamente: estas verdades son trascendentes al saber filosófico, son por sí mismas extra-filosóficas, y, por tanto, a-filosóficas. Son por sí mismas objeto de fe y materia del procedimiento teológico. La filosofía, al ser subordinada al escrutinio y a la perfección de la teología, encuentra el sentido de su existir. El filósofo adquiere la perfección sobrenatural de la Gracia y con ella, el verdadero sentido del filosofar. La filosofía no es destruida, ni por defecto ni por exceso, sino que es renovada intrínsecamente por fuerza de la fe creyente.
Así dice Gilsón más adelante: "El filósofo puede especular a partir de un mito, o de una fe religiosa, o de un sueño, o de una experiencia personal afectiva, o de una experiencia social colectiva, poco importa; lo único que cuenta es lo que justifica su razón". 

El filósofo cristiano es precisamente eso: un filósofo cristiano. Pretender inmiscuirse en terreno teológico o incluso estrictamente científico (y ahora me refiero a las llamadas ciencias particulares) es salir del papel de filósofo. Desplazar su procedimiento racional al terreno de la teología tiene consecuencias graves, lo mismo que pretender proceder por los principios primeros en el terreno del conocimiento científico. Ni para un lado, ni para el otro. Allí, en su lugar, seguirá siendo filósofo. El mismo problema acaece al teólogo: su terreno no es el de la filosofía, y que no pretenda justificar materia teológica por la fuerza de su sola razón natural, so pena de terminar destruyendo tanto el procedimiento teológico como el filosófico. "Cuando el teólogo se aventura por descuido en el terreno de la ciencia, daña a la vez a ambas, pues lo mismo que no llega a su teología a partir de la física, tampoco llegará a la física partiendo de su teología". Entre filosofía y teología hay (o al menos debe haber) un "mutuo intercambio de buenos oficios". 

El filósofo cristiano, al asumir un corpus doctrinal determinado e inmóvil (vease el Símbolo de los Apóstoles) no pierde sus intrínsecos hábitos intelectuales. No sólo no los pierde, sino que, por fuerza de la Gracia, son elevados al servicio de un fin más sublime. Y tampoco se confunda. Que ser filósofo cristiano no es equivalente a ser "tomista". Son dos cosas distintas. Puede uno ser lo primero sin lo segundo, pero no lo segundo sin lo primero. Aquel que libremente siga la guía metodológica e intelectual de S. Tomás no puede sustraerse de su fe. Hoy, aún hoy, se confunden, en muchos casos, los dos términos. Y se dice que no puede haber filósofo cristiano que no sea tomista. Ser un filósofo tomista es, por decirlo de algún modo, elegir un director espiritual, no un Dios. "Finalmente, cada uno guardará la responsabilidad de su propia decisión". El filósofo es libre del juicio y de la autoridad humanos, pero de lo que no puede librarse si quiere seguir siendo un filósofo cabal es de buscar la verdad. Gilson lo expresa así:

"En el fondo, es eso mismo lo que mantiene en el tomista ese estado de gozo del que sólo puede dar idea la experiencia: se siente por fin libre. Un tomista es un espíritu libre. Esta libertad no consiste con seguridad en no tener Dios ni maestro, sino más bien en no tener otro maestro que Dios, que libra de todos los otros. Pues Dios es la única protección del hombre contra las tiranías del hombre. Sólo El libra de sus temores y de sus timideces al espíritu que se deja morir de inanición ante el amontonamiento de los 'alimentos terrestres' porque, sin luz para escoger, sólo puede sentir hambre o sofoco. La felicidad del tomismo es la alegría de la libertad que se siente al acoger toda verdad venga de donde venga".

Y con énfasis: venga de donde venga. S. Tomás no temía dar razón a Orígenes en algo, cuando realmente decía una verdad, y lo mismo que decir de Averroes y de Aristóteles. Y entiéndase bien: Orígenes era un cristiano errado según los propios cristianos del s. XIII, Averroes era un musulmán, y por tanto, principalmente un "enemigo de la fe", y Aristóteles un filósofo pagano. Poco más, era insultante para la cultura preeminentemente agustiniana de aquellos años dar consentimiento a una verdad salida de la boca de aquellos hombres. Y Tomás no tenía miedo de admitirles la verdad cuando decían la verdad, como tampoco temía refutarlos (no "censurarlos", sino refutarlos) cuando estaban errados. Y esto, lo aclaro, en el terreno propiamente filosófico. En el terreno teológico la cosa es muy distinta, pues el error teológico involucra primum et proprie al terreno de la salud de las almas. La filosofía también, pero a modo de servicio de aquella. No es lo mismo el error del dueño de casa que de la servidora. Justamente, allí está el dueño para corregir amablemente a la servidora.
¿Y qué cualidades resaltar del filósofo cristiano, aquí señaladas por Gilson?
Principalmente tres: la fe, en primer lugar, como "sidus amicum" del proceder filosófico, y que consiste en el acto intelectual-adherente a verdades reveladas por Dios. Por lo cual supone también otra cualidad esencial que es la humildad, ante la enseñanza divina y eclesial, ante el maestro que Dios buenamente haya puesto en su camino y, sobre todo, ante la verdad. Por último, y quizás la más difícil de encontrar de modo íntegro, el coraje de buscar siempre la verdad, aún donde muchos piensen que no la puede haber. O donde todos piensen que no la puede haber.

Esto, todo esto, es a mi modo de ver tan sólo el vértice de este magnífico libro. 

Dios nos asista para restaurar el espíritu propiamente filosófico de los cristianos, y el espíritu propiamente cristiano de los filósofos.

sábado, 21 de noviembre de 2015

Nombrar a Dios



Cuando alguien filosofa ciertamente que penetra cuestiones densas, pesadas, substanciosas. La mente del filósofo se detiene de a momentos para contemplar, de a momentos comienza una marcha lenta y se mueve de acá para allá, procediendo paulatinamente a lo desconocido, a la profundidad de las causas. Para Platón, y con razón, la cosa es al revés. Pero no porque contradiga lo que ahora estoy señalando, sino que lo ve desde el término al principio. Para él es un camino de lo oscuro a lo díafano, y esto es verdad. Tiene razón. Porque las causas son per se máximamente diáfanas. Pero vista la cosa desde la cruda humanidad, aquellas causas, siendo máximamente diáfanas, se vuelven oscuras para la inteligencia del filósofo. No en vano la lechuza es símbolo, bien que popular y acertado, de la paradoja que plantea el filosofar. Es luz que enceguece la visión por exceso de luminosidad. 
Ahora bien, el conocimiento histórico, bien que en su horizontalidad espacio-temporal, manifiesta hechos, y hechos humanos. La historia nos manifiesta a los filósofos, que en su transitar parecen cada vez mas perdidos que hallados. La inteligencia inventiva (con lo que etimológicamente refiere tal termino) halla, pero hallando se pierde. Y lo que parece ser una solución, es origen de más grandes problemas. Las respuestas acaban multiplicando las preguntas. Y esto es un hecho. Nada más que un hecho. Basta ver a los grandes clásicos, buscando la verdad de manera colosal y acabando perdidos en más grandes incógnitas. 

Basta ver, digo, al gran Aristóteles cuestionándose sobre el fundamento último de una genuina ética que no acaba por esclarecer nada a fin de cuentas. No se me crea un escéptico. Nada de eso. Claro que todo lo que aquellos grandes hombres buscaron y hallaron acabaron como tal. Los hallazgos fueron hallazgos. Pero no es menos evidente que tales hallazgos reclaman algo póstumo. Y lo repito: lo reclaman. Claman por algo detrás. Y esto se nos presenta filosóficamente a modo de pregunta, no de respuesta.

Todo este divague surge a propósito de las palabras de un profesor de un curso de Filosofía del Derecho. Abogado este, sí. Pero un gran filósofo por cierto. Y buscando, a modo de diálogo platónico, el fundamento último del obrar ético terminó preguntándose en medio de la clase si no hay algo detrás del gran primum ético que es la naturaleza humana. 

A veces me produce gracia aquellas palabras de Aristóteles al final de la Ética a Eudemo:

"Así, esta elección y adquisición de bienes naturales -bienes del cuerpo, riquezas, amigos y otros bienes- que más promueve la contemplación de la divinidad, es la mejor, y esta norma es la más bella; pero aquella que por defecto o por exceso impide vivir y contemplar la divinidad es mala. El hombre posee esto en su alma, y ésta es la mejor norma para ella: percibir lo menos posible la otra parte del alma como tal". (VIII, 1249b)
Este es el Aristóteles que de algún modo establece como criterio definitivo de la ética la perfección del todo político, de la gran polis, es decir, el transitar terrenal al servicio de la ciudad humana perfectamente autárquica. Este es el Aristóteles del Tratado de la justicia, que propone como virtud perfectamente general y omniabarcativa a la ley o, dicho de modo aristotélico, a la justicia legal. Es el Aristóteles que pone como marco definitivo de la ética la misma naturaleza humana, el marco entitativo-racional. Es este, no otro. No hay otro Aristóteles. Y después de todo aquel perfecto desarrollo, aparentemente acabado y sin cabos sueltos, concluye con aquellas palabras. Y uno se queda con más preguntas que respuestas.
Sin embargo, como hombre sabio que era, sabía que había cuestiones últimas y altísimas que por su misma luminosidad no caben ser penetradas por la inteligencia raciocinante del hombre. Pero que no por eso dejan de ser verdades. E incluso verdades encontradas a partir de la misma naturaleza humana. Lo natural al hombre es tender a lo sobrenatural. Mirar al cielo con los pies en la tierra. Y claro. Ahí terminó su Ética. No terminó en el Tratado de la Amistad, o incluso en el Tratado de la Prudencia que hasta aquel punto parece ser bastante acabado. Y no se confunda. No dice "contemplación de las causas" o "contemplación de la verdad". No, no dice eso. ¿A qué se refiere cuando dice que la "norma más bella" para el perfecto obrar humano es contemplar, ver sin raciocinio de por medio, a la divinidad? ¿No basta al hombre vivir con el cortejo de virtudes adquiridas en el orden del bien más elevado que percibir se puede en este mundo que es la gran polis? ¿No basta al hombre vivir virtuosamente "para esta vida"? ¿En virtud de qué debe uno encomendarse a contemplar algo que le trasciende y que aparentemente no define los lineamientos de la fortuna humana y que, incluso, contradice los dictámenes de la felicidad terrena? ¿Es que hay algo más allá de lo terreno en virtud de lo cual el hombre puede obrar e incluso trascender perfectivamente al obrar enmarcado en las virtudes morales e intelectuales? ¿Cómo puede ser norma para todos los hombres contemplar la divinidad en el filosofar, siendo que no todos son filósofos? ¿No es una quimera e incluso una contradicción plantear una norma de moralidad "humana" que no es inclusiva para todo hombre? ¿O es que quizás Aristóteles acertó en el modo e incluso en el objeto, pero no en el estado final? ¿Habrá quizás otra contemplación de la divinidad más perfecta y abarcativa que la sectaria y dificultosa contemplación filosófica en esta vida?
Pero claro, después de esto hay penumbras. Puede uno vivir para esta vida. Vivir según el crudo dictamen de la naturaleza humana redondeada por las virtudes morales e intelectuales. Pero no por eso deja de estar esa astilla en el dedo, que hace que uno de pronto mire hacia arriba y sienta la veleidad, la vacuidad de la vida en orden al termino inminente que es la muerte. La naturaleza así establecida, perfeccionada, y lo digo no sin cierto espíritu soñador y utópico, "redondeada" acaba por ser a tal punto circular que es un circulo vicioso, un laberinto sin salida. Es el circulo que se devora a sí mismo. ¿Por qué? Porque esta vida circular, perfectamente filosófica, acaba por ser insípida, agriada por el punto terminal que es la muerte. No es vano que el hombre griego, racional y circular exclame: 

"... ningún mortal puede considerar a nadie feliz con la mira puesta en el último día, hasta que llegue al término de su vida sin haber sufrido nada doloroso" (Sófocles, Edipo rey, 1525).
Aristóteles agrega a esto una pizca de sal, admitiendo que si bien es cierto que en esta vida la felicidad es una quimera, hay esperanza en la contemplación de la divinidad. Y esto, lo acentúo, mirando a la misma naturaleza humana, no a un tratado de religión católica.
Pero esta es la cuestión última, el punto más fuerte e intenso, el desenlace de un drama prolongado durante miles de años: que el católico le añade dulzura a toda esta mezcla. No contradice el sabor agrio y salado de esta vida, que tiene sus toques picantes. Pero en absoluto afirma que concluye en un sinsabor. No. Concluye en la dulzura de una contemplación póstuma. En esto Aristóteles fue un profeta, no un filósofo. Y ahí es donde cabe nombrar a Dios.

viernes, 13 de noviembre de 2015

Los diálogos de Atanasio Plavón II: El loco llamado Cristo


El loco llamado Cristo



- "Hubo una vez alguien, un hombre -decía Atanasio con gravedad-, un hombre que estaba loco y ese hombre se llamaba Cristo". Agustin lo miraba intrigado, como si estuviese revelando un enigma antiquísimo.
- "Y estaba loco porque siendo espíritu se hizo carne, porque siendo alto se hizo bajo, porque siendo Dios se hizo hombre... y porque siendo hombre no dejó de ser Dios". 
Todo esto penetraba en el alma inquieta de Agustin, que sin embargo no dejaba ese extraño ambiente de tensión y oscuridad, como si se estuviese abriendo lentamente una puerta rechinante.

- "Y esto ciertamente es, a tu modo de ver, el alma del Cristianismo", comenta Agustin.

-"Esto es el mismísimo corazón del hombre, esto es el centro del universo. Se le podrá decir que fue poco práctico, se le podrá decir que fue oscuro en muchas de sus palabras, se le podrá reprochar que se fué con promesas, pero nadie podrá reprochar que estaba loco. Porque su locura fue la salvación del mundo entero. La locura de darse, de darse todo, y de darse todo por amor. Muchas cosas podrán decir los críticos modernos, con sus fútiles teorías que toda realidad mutilan. Pero lo que no podrán reprochar es que estaba loco. No podrán decir que fue un fideísta ni un racionalista, porque tenía el sentido común de un sencillo carpintero; no podrán decir que fue un puritano, porque bebió vino, porque Él mismo se hizo vino. No podrán decir que fue un tibio intelectualoide, porque cantaba bienaventuranzas bélicas en el monte. No podrán decir que fue un pacifista, porque predicaba el combate. No podrán decir que era un germano belicista, porque predicaba la paz del espíritu. No podrán decir que fue un blando, porque era austero. Como tampoco podrán decir que fue un charlatán, porque tenía autoridad. No podrán decir que fue insípido, porque fue sal para la tierra ¿Qué fue en verdad? Fue un pirómano porque incendió el mundo con ardiente amor. Fue un sádico, porque lo cubrió de sangre redentora. Fue un demente, el más demente de todos, porque decía que era Hijo de Dios. Y así terminó la historia, con el loco crucificado. Loco del que despúes dijeron que en verdad resucitó. Y resurrección que fue la cordura del mundo".

Este fue el reencuentro, inspirado por el espíritu inquieto de Agustin. Así comenzó su amistad con Atanasio. La verdad busca, y el que busca encuentra.

domingo, 25 de octubre de 2015

El alma del catolicismo




Hace unos días terminé con otra lectura. Ciertamente comienza a preocuparme un instinto voraz por leer a Chesterton. Pero creo que es algo natural. Su escritura es fluida, sus ejemplos llenos de luz, sus paradojas son brutales y extrañamente precisas. Y si así escribió este hombre, no quiero imaginarme como hablaba. No querría haber sido alguno de esos escépticos con los que tanto confrontaba. O tal vez sí, hablando ahora en un sentido mistérico. Tal vez sí. Lo cierto es que mi paso por "El hombre eterno" me dejó más lleno de preguntas que de respuestas. No por falencia de Gilbert, sino por sobreabundancia de su inteligencia y por sobreabundancia de la materia. 

Aún no entiendo cómo puede haber algunos inentendidos que le critiquen la falta de "formalidad" y hasta de "ignorancia" en sus escritos por no poner citas y por no ser "rigurosamente metódico". Y lo terrible es que es cierto, excepto lo de "ignorante". Excepto eso, todo lo otro es cierto. Es desfachatado para escribir, y en eso consiste su método. Su desfachatez le permite dar una luz oblicua y transversal que los "métodos rigurosos" y "formales" jamás podrán derramar. Sus paradojas le permiten ser tan heterodoxo en los tratados como agudo y punzante. Y esa es su virtud. Puede ser tan carente de rigor como quiera, no fue un cientificista ni un filósofo tratadista. Fue un hombre con un brutal, penetrante y hasta imperioso sentido común. Y el mejor vehículo del sentido común es la imagen. Y las imágenes de Chesterton se caracterizan no sólo por dar la unidad de lo múltiple, es decir, por contar toda una historia familiar en una foto, sino porque también es capaz de mostrar finos matices en esas mismas imágenes.

De esas numerosas páginas, me guardo principalmente este fragmento:

"Reconozco de buen grado que es en sí mismo una sugestión capaz de hacer vacilar hasta al mismo creyente, cuando éste se da cuenta de la magnitud de su propia creencia. Pero la inteligencia del verdadero creyente no vacila. La que vacila es la de los infieles. Todos los días vemos cómo vacilan entre un cúmulo de éticas y psicologías extravagantes. Sumidos en el pesimismo, que es la negación de la vida, en el pragmatismo, que es la negación de la lógica. Buscando en los sueños indicios, pronósticos y presagios, y buscando cánones, en un laberinto de contradicciones. Estremeciéndose de terror, a la vista del más allá, o sugiriendo la posibilidad de absurdas estrellas en donde dos y dos sean cinco.
Entre tanto, este caso sin par, que parece al principio tan extraño, sigue siendo firme y razonable en sustancia. Es la fuerza moderadora de todo ese frenesí la que rescata la razón de los pragmatistas y la risa de los puritanos. Repito que he acentuado, deliberadamente, su carácter intrínsecamente retador y dogmático. El misterio es cómo algo tan sorprendente puede seguir siendo tan firme y dogmático y se ha convertido en algo tan normal.
Ya he admitido que, considerando el hecho en sí mismo, un hombre que dice que es Dios, puede ser considerado lo mismo que otro hombre que diga que está hecho de cristal. Pero el hombre que dice que está hecho de cristal no es un verdadero cristalero, capaz de poner cristales en todas las ventanas del mundo. Ni a cabo de muchos siglos, puede seguir siendo una figura brillante y cristalina, a cuya luz todas las cosas son tan transparentes como el cristal.
Esta locura, sin embargo, ha resultado ser cordura. Cordura, cuando todo parecía enloquecer. La casa del loco ha resultado ser una casa a la cual, siglos tras siglos, retorna el hombre, como a su propia casa. Éste es el gran enigma: que algo tan extraño y anormal sea considerado aún habitable y hospitalario. Nada importa que los escépticos digan que es un cuento de camino. No me explico entonces, cómo una torre tan frágil permanece en pie tanto tiempo. Tiene que tener cimientos muy firmes. Aun menos me explico cómo ha podido llegar a ser la casa el hogar del hombre. Si no hubiera hecho más que aparecer y desaparecer, posiblemente hubiera sido recordada siempre o explicada como el último esfuerzo de la necesidad de hacerse ilusiones: como el último razonamiento, despúes del cual la mente tropieza con el cielo y se rompe.
Pero la mente no se rompió. La mente católica es la única que permanece intacta. Si el Catolicismo es un error, es un error tan grande, que parece increíble que haya durado más de un día. Si sólo fué un éxtasis, no se concibe que durara más de una hora. El error y el éxtasis han durado ya cerca de dos mil años. Y el mundo que vive en su sueño, es más lúcido, más equilibrado, más razonable en sus esperanzas, más sano en sus instintos, más tranquilo y alegre, ante el destino y la muerte, que todos los demás. Porque el alma del Cristianismo emanó del increíble Cristo. Y el alma del Cristianismo era el sentido común". (pág. 336-338, ed. LEA, 1987).
Este fragmento es producto de su sentido común. Es más, es producto de su sentido común impregnado y elevado por la Gracia. Y eso no es poca cosa. No señor. De la "Ortodoxia" al "Hombre eterno" hay Gracia de diferencia. Con todo lo que eso significa. Y en su sentido común fué católico. Y una vez católico, elevó su sentido común. Y en ambos sentidos el sentido común es alma del catolicismo: en el subsiste, y a él lo eleva. Y en él es cordura en un mundo loco. 

He ahí un cuerdo entre locos.

miércoles, 21 de octubre de 2015

Dogmatismo moderno






Hoy tuve algunas ocurrencias, apropósito de las elecciones que se vienen. En realidad, no propiamente por las elecciones, sino por todo el teatro y la ambientación que las rodean y por el espíritu que las anima.


De pronto se me ocurrió que hay algo que está mal. Hay dos cosas que chocan contradictoriamente y se repelen. De pronto pensé que la libertad de expresión es una iniciativa crítica de las politicas modernas, y que se la postula tan firmemente que es en sí misma irreprochable e incuestionable. De pronto se me ocurrió, que se es libre de votar a personas para que gobiernen, pero no puede uno votar que forma de gobierno cree conveniente. De pronto se me ocurrió que a fuerza de buscar tanta libertad, ya no hay libertad. Puede uno usar la razón y criticar todo lo que quiera, excepto dos cosas: que el libertinaje es el único modo de ejercer la libertad y que las reglas de juego de la politica moderna son inamovibles. Dicho de otro modo, no puede uno cuestionar la excesiva expansión de los derechos individuales (en detrimento de la conciencia de los deberes y del bien de la sociedad) y la instauración completamente artificiosa de la democracia moderna, que más allá de lo que pueda criticarse de la misma, es postulada como un dogma incuestionable y es, por lo tanto, completamente incoherente en sus mismos principios.

Y esas son sólo cosas que se me ocurrieron a la pasada. Puede decirse mucho sobre eso.

Puede decirse que esas dos excepciones (y que más adecuado me parece llamarlos "dogmas modernos") nacen de una concepción artificiosa, ideológica y servil de la persona humana y de la sociedad. Pero más aca de la profundidad de esto, antes incluso de entrar en ese terreno fundamentalmente antropológico, hay algo más sencillo que puede decirse.
Puede decirse que la sola mención de esos principios dañan el sano juicio de la sensatez. ¿Cómo puede ser que el común de la gente no pueda dar un paso atras para ver en "panorama" y se de cuenta que tras veinte años de democracia y de expansión de los derechos individuales se han destruido las instituciones e incluso las inclinaciones más naturales del ser humano? ¿Cómo no darnos cuenta que el dogma de la "libertad de expresión" contradice la intocabilidad del dogma democrático? ¿Comó no nos damos cuenta que a todo el que habla "mal" de la democracia moderna se lo tacha irremediablemente de "dictador" y de "facho" cuando en realidad no está haciendo más que ejercer uno de esos derechos promovidos por aquella misma democracia? ¿Nunca se pusieron a pensar que las mas elementales comunidades humanas están regidas por una autoridad no elegida en una asamblea previa? ¿No se dio cuenta nadie que los padres no son elegidos por los hijos para cuidar del bien del hogar? ¿O es que la humanidad fue tan idiota durante miles de años como para no darse cuenta que el único modo de elegir una autoridad competente era por medio de las urnas y de partidos políticos que por medio del chusmerío barato sólo disgregan al país?

Ahora (modo ironía: encendido), como buen ciudadano sólo estoy ejerciendo mi derecho a la "libertad de expresión" (modo ironía: apagado). Sólo pongo en duda algo que nunca es puesto en duda. No, al menos, por la mayoría de las personas. Yo nací en tiempo de democracia. Y como ciudadano inmerso en una cultura igualmente "democrática", doy un paso atrás para ver desde lejos. Y lo que veo no me agrada. No me agrada tener que votar "obligatoriamente" (puesto que abstenerse de votar implica una pena legal) a personas que llegaron a donde llegaron por el propagandismo de promesas vanas, por la fuerza del dinero por el dinero mismo, por la supervivencia carroñera de la campaña política y por el subterfugio de las mentiras. La experiencia (poca, pero suficiente) me dice que el sistema partidocrático moderno trae chantas a las boletas, y que los honestos terminan corrompidos. Que todos tiran el agua para su molino, y a fin de cuentas el que viene tira los cuatro años del anterior a la basura. Que no hacen políticas de fines nobles, porque las políticas que tienen fines nobles implican políticas a largo plazo (amén de que implican tipos valientes, cosa que en política ya no existe); y el sistema democrático moderno está fundado en el estúpido principio de que la Nación crece por la demolición de la política precedente, de que "todos" tenemos que colaborar con el granito de arena dándole la posibilidad a una multiplicidad de candidatos para ejercer el gobierno. No se dan cuenta que cada uno pone un granito de arena en su propia playa. 

Y de esto se sigue lo otro. Decimos comunmente: "la plata no es lo más importante". O como dice la canción: "El dinero no es todo, pero como ayuda". Eso escucho decir todos los días. ¡¿Cómo puede ser entonces que no veamos que todos los que gobiernan no piensan así y que les importa un comino todo lo que no sea el dinero y el poder por el poder mismo?! 

Los ideólogos modernos tienden a hacer dogmas donde precisamente no cabe hacerlos. No tengo nada contra los dogmas, pero tengo todo contra las cosas que no deben ser dogmáticas y son tenidas por tales. Y estas son algunas de ellas. 

Cierta vez, en uno de mis trabajos anteriores, uno de mis superiores dijo: "Y si, sólo hay dos formas de gobierno: la dictadura y la democracia". Y claro, agregúe yo instintivamente, la dictadura es mala y la democracia es buena. Punto final. No hay nada más facil que armar una ideología. Sólo basta ver uno de los colores del tablero de ajedrez. O simplemente terminar haciendo de un cuadro de Rafael un tablero de ajedrez. Blanco y negro. Y listo. Ya está. Después, sólo hay que amasijarlo en la mente de las personas. No señores. La historia y la realidad son policromáticas. Tienen blanco y negro, pero tambien tienen gris, tienen rojo, azul, amarillo, verde y miles de colores más. 
Decirle aquello que dijo mi jefe a un griego o un romano era motivo de risa, y después de la risa de crucifixión. Porque uno en tremenda postura hubiera sido tenido por hereje. Y por cierto, en algo se parecen los herejes, los ideólogos y los locos. Se parecen en que sólo ven un color del tablero. Y eliminan los otros colores.

Y esa misma insanía moderna, productora de aquellos vacuos dogmas intangibles, reposa en una "fe" ciega. Y conocer por fe no tiene nada de malo. Siempre y cuando no se ponga en estupideces, o en cosas que no deben ser tenidas por objeto de fe. El dogma siempre es objeto de fe. Sólo hay que tener ojo de que los dogmas sean dogmas y no mentiras...

lunes, 5 de octubre de 2015

Eis theorian







Hace poco terminé una lectura con la que estaba en deuda, y que ya mucho me habían recomendado. Y ahora la recomiendo yo. De todas esas páginas, no basta sólo un fragmento para señalar al todo. El todo es el todo. Pero si algo no se me borra, es este fragmento, por su amplitud, por su profundidad y por que apunta al corazón mismo del libro: 

"En efecto, ¿quién podría atreverse a negar que tiene infinitamente más sentido amar a Dios que conocerle? Santo Tomás no se ha dejado engañar por tales cuestiones. Si con el conocimiento de Dios se quiere decir la visio beatifica, ¿qué es entonces más lleno de sentido: amar a Dios o verle? Si el amor tiene dos actos fundamentales, deseo y gozo, y si el conocer es 'la forma más noble del tener', ¿se puede decir que el querer tener es más que el tener, o que el gozo es más importante que su causa? Es cierto que en esta existencia histórica, en el status viatoris -ésta es la común doctrina de los antiguos-, para este hombre de aquí no hay nada más lleno de sentido que el amor de Dios, el esfuerzo perseverante hacia el 'bien universal'; pues para nosotros es completamente posible tender a Dios absolutamente, pero no -¡todavía no!- tenerlo por completo. Sin embargo, el deseo tiende a la posesión. Y ésta tiene lugar en el contemplar.
 A uno de los grandes presocráticos, Anaxágoras, del que dice Aristóteles que parece entre sus compañeros como uno que está sereno en la sociedad de los borrachos, a Anaxágoras se le preguntó: ¿Para qué estas tú en el mundo? Es la pregunta con la que también empiezan los catecismos cristianos. La respuesta de Anaxágoras fué: 'Eis theorian'. para contemplar el sol, la luna, el cielo. Es difícil suponer que con esta respuesta haya querido referirse a los cuerpos celestes físicos y no más bien a la totalidad del mundo y del ser. De este modo coinciden, por tanto, la filosofía de la Grecia primitiva y la doctrina de salvación del Nuevo Testamento, Platón, Aristóteles, San Agustín , Santo Tomás, en que la perfección, para la cual vivimos, nos cabe a nosotros en suerte en el ver".  (Joseph Pieper, El ocio y la vida intelectual, pag. 327-328)

Y bueno. Eso. Eis theorian.

domingo, 6 de septiembre de 2015

Alma y cultura





En medio de la vanidad de la vida moderna, de la exaltación del dinero por el dinero mismo, del placer venéreo como la única real satisfacción humana, de la mezquindad de las relaciones humanas, de la frivolidad del amor degenerado en la fugacidad de los encuentros esporádicos y puramente genitales, en medio de la omnipresencia y omnipotencia de la tecnica como forma fundamental de vida, del racionalismo des-racionalizador del hombre, del empirismo pragmático devorador de todo sentido cultual, festivo y contemplativo del ser de las cosas, de la aceptación voluntaria-positiva y demagógica de la tiranía; en medio de todo esto que es ya un entramado mental del hombre común, me encontré alguna vez (y me reencuentro ahora) con estas palabras que se abren con rayos perpendiculares de luz, amén que racional-natural-no-sobrenatural, pero luz al fin:



"'Querido amigo, que eres ateniense esto es, de la ciudad más poderosa y de mayor fama en cuanto a sabiduría y fuerza ¿no te avergüenzas de preocuparte por tu fortuna, de modo de acrecentarla al máximo posible, así como a la reputación y a la honra, mientras no te preocupas ni reflexionas acerca de la sabiduría, de la verdad y del alma, de modo que sea mejor?'


Y si alguno de ustedes me disputara y afirmara que él se ocupa de estas cosas, yo no lo soltaré enseguida y me marcharé, sino que lo interrogaré, lo examinaré y lo refutaré. Y si me parece no estar en posesión de lo que hace a su perfección, se lo diré, y le reprocharé que confiera mucho valor a lo que es inferior, y poco valor a lo que es superior.

Y haré esto con quien sea que encuentre, sea más joven o más anciano, extranjero o conciudadano, aunque más con mis conciudadanos, desde que me tienen más próximo en la sociedad. Porque esto me lo manda el dios, sépanlo bien. Y por mi parte pienso que nada mejor puede acontecerles en la ciudad que este servicio que presto al dios. En efecto, no hago otra cosa que ir de un lado al otro persuadiéndolos a ustedes, sean jóvenes o ancianos, de no preocuparse por sus cuerpos ni por sus fortunas sin antes atender intensamente a su alma, de modo que llegue a ser perfecta; diciéndoles que no es de la fortuna que nace la perfección sino de la perfección que nace la fortuna y todos los demás bienes para los hombres..."



(Platón haciendo hablar a Socrates en su "Apología de Socrates", 29d-30b)

Aquella espontánea preocupación por el alma humana hoy ya no es nada espontánea. A causa de la instauración cultural del racionalismo se redujo la consideración del "alma" como algo ajeno a una visión natural-intelectual-racional del hombre, para pasar a ser un objeto de "fe" (no sin un tinte claramente despectivo, anti-científico). El alma es para el hombre común un mito, algo "creíble", pero no "cognoscible" por la inteligencia. Es un objeto no experimentable, ajeno a todo saber rigurosamente científico. Y hago hincapié a la situación cultural del hombre común porque es esto lo que revela la situación terrible de la cultura de hoy. Científicos locos hubo y habrá siempre. Pero gente común loca, hombres simples y sencillos que olvidaran el contacto primigenio con el ser profundo de las cosas y la admiración que de ello nace, eso si que es un privilegio de la modernidad.
Lo gracioso es que aquello es verdad. El alma en cuanto tal no puede experimentarse, como se experimenta o se "observan" las bacterias (en el ámbito de lo micro) o los planetas (en lo macro). No hay microscopio, ni cirugía, ni telescopio que nos revele un vestigio del alma. 
Es el procedimiento racional anclado en la manifestación sensible de las cosas y en la aceptación mistérica de su entidad lo que engendra el conocimiento del alma, y que no se ha puesto en duda hasta no hace mucho tiempo. Esto, que es un conocimiento filosófico genuino, es lo que el empiriorracionalismo nacido con la Alta Edad Media y seguido por Descartes ha olvidado e, incluso, negado. Aristóteles en el De Anima no se pregunta por la existencia del alma. Y bien podría haberlo hecho, porque no es una realidad evidente per se. Sino que, para su conocimiento, debemos hacer un breve procedimiento racional. Acentúo lo de breve.
Sólo en virtud de la concepción puramente fisico-química del hombre (típicamente ideológica y servil) es que se niegan la genuina realidad metafísica de los actos humanos. Los sentimientos, el amor, la voluntad, los hábitos (buenos o malos), la inteligencia, todo es producto de la concentración organizada de hormonas y conexiones sinápticas.
Y al menos lo consideraría interesante o curioso si tuviese un genuino fundamento filosófico. Pero lo denuesto porque es puramente servil e ideológico. ¡Qué patético que la sublime realidad del amor sea reducida a la actuación impersonal y ciega de un conjunto de hormonas! ¡Qué perverso que se reduzca los nobles actos intelectuales a un entramado de conexiones neurológicas! El hombre es más, mucho más, que eso.
Y en medio de este mundo, así graficado, se hace más brillante, más notable, el ser y el obrar filosófico. El filósofo genuino aspira al heroísmo. Cosa no fácil de lograr. Sobre todo porque es algo perpetuo y constante. Un ejercicio voluntario, no una chapa. Y es algo que no debe ser "privilegio" de la academia, del título, del profesionalismo. Amén de las capacidades individuales, todos podemos y debemos abrirnos a un espíritu cabalmente filosófico en la contemplación festiva y cultual de la realidad. Así se restaura la cultura: todo al servicio del ente real y su Sostenedor. Así sea.


domingo, 30 de agosto de 2015

Israel, los fariseos y Jesús







El Evangelio de hoy decía así: 



 "Se reúnen junto a él los fariseos, así como algunos escribas venidos de Jerusalén. Y al ver que algunos de sus discípulos comían con manos impuras, es decir no lavadas, -es que los fariseos y todos los judíos no comen sin haberse lavado las manos hasta el codo, aferrados a la tradición de los antiguos, y al volver de la plaza, si no se bañan, no comen y hay otras muchas cosas que observan por tradición, como la purificación de copas, jarros, y bandejas-. Por ello, los fariseos y los escribas le preguntan: '¿Por qué tus discípulos no viven conforme a la tradición de los antepasados, sino que comen con manos impuras?' Él les dijo: 'Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, según está escrito: 'Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinden culto, ya que enseñan doctrinas que son preceptos de hombres'. Dejando el precepto de Dios, os aferráis a la tradición de los hombres'". (Mc. 7,1-8) 

 "Llamó otra vez a la gente y les dijo: 'Oídme todos y entended. Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarle; sino lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre." (7,14-15) 

 "Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre". (7,21-23)

Las lecturas precedentes corresponden a Deuteronomio 4, 1-2; 6-8, Salmo 15, 2-5, Santiago 1, 17-18; 21-22, 27. 

Y dos cosas me llamaron la atención del Evangelio. 

La primera, la tajante austeridad y hasta severidad de Jesús en su aspecto y habla. La moderna tendencia progresista tiende a hacer oídos sordos a las enseñanzas más duras y severas de Jesús. Aún cuando no puede negarse su gran mansedumbre, humildad y ternura, tal y como lo muestran, por ejemplo, los episodios de la mujer adúltera, del lavatorio de los pies y del llanto frente a la muerte de su amigo Lázaro, sin embargo, no puede negarse que también era duro. Y duro en serio. El semblante de Jesús no era tan amistoso, aún en su pobreza material, no dejaba de tener un semblante austero, varonil, de presencia imperiosa. Era carpintero, no oficinista de Palermo. Un hombre macizo, fuerte, de mirada penetrante, de las que no sabe uno si nos va a hacer un favor o a amonestarnos. O ambas. Un hombre capaz de pasar con "autoridad" por en medio de una turba sin que se le mueva un pelo. Y sus palabras iban en concordancia perfecta con su aspecto. 
No les explica a los fariseos diciendo: "Señores, miren. Lo que hacen, se puede cambiar. Puede mejorar. Miren lo de adentro, no lo de afuera. Sean humildes y amen a todos, sobre todo a Dios". A pesar de que esas palabras son parte de las enseñanzas de Jesús, no es ese su modo de hablar, de referirse, ni de gesticular. No señor. Si se imagina uno la situación, no deja de ser interesante que sean los fariseos los que se reúnen en torno a Jesús. Jesús no sale al encuentro de ellos, mas bien lo encuentran. Y los fariseos, según sus creencias, que Jesús no desconocía por cierto, le preguntan de modo sencillo, directo, sin ironías ni vueltas. Jesús podría haberles dado una catequesis sobre los mandamientos y sobre la conversión al Reino. Pero no. De modo directo, sin vueltas, les clava un impetuoso "¡Hipócritas!", y les cita a Isaías que habla de la traición del pueblo elegido. Y no sólo esto. La lectura de hoy omite el versículo 9 que dice: "¡Qué bien violáis el mandamiento de Dios, para conservar vuestra tradición!"
Y después, con los apóstoles, no es menos severo. También ellos le preguntan sobre el asunto. Y no les dice: "Lo que pasa es que hay que mirarse a uno mismo, por dentro, no por fuera. La intención es lo que importa. ¿Entienden?". Nada de eso. En cambio les dice: "¿Conque también vosotros estáis sin inteligencia?" Nosotros los argentinos lo diríamos menos cortésmente que Jesús. Pero no deja de ser duro con ellos, por más cortesía que manifieste. Podría pensarse que se levantó de malas aquel día. Pero Él era siempre así. Porque su austeridad no quita su mansedumbre. Al contrario, la corrobora, la hace eficaz. No es un dulzón, es un hombre cabal. Vino a traer paradoja, no unilateralidad. 

La segunda, es sobre el contenido del texto. ¿Y saben qué? Moisés no era fariseo. Ni los fariseos eran como Moisés. Ni los fariseos pensaban lo mismo que Moisés. Ni Moisés se imaginaba que la cosa iba a terminar tan mal. Es verdad, había visto lo del becerro de oro y todo eso. Pasó muchas, es verdad. ¿Pero llegar al fariseismo? En absoluto. No se lo imaginaba, apuesto lo que quieran. Por el simple hecho de que aún los adoradores del becerro de oro llamaban "Yahveh" al toro pétrido, y estoy seguro que de haber fundado dicha religión del becerro habrían cumplido con los mandamientos en honor al dios de oro. Recién más tarde habrían caído en el fariseismo. Cuando ya hubieran olvidado, no sólo a Dios, sino también a su dios de oro. Recién después viene el fariseísmo. Que hace de la ley (con minúscula) y, en ella, al autor de la misma, un dios. Un dios que no hay que manchar y que hay que purificar por las mas exquisitas y finas costumbres. Eran ingleses victorianos del siglo XIX. Con la única diferencia que los ingleses victorianos eran un poco más educados y un poco más cristianos. 
Los fariseos se habían olvidado por completo de la Ley (ahora sí, con mayúscula), son el culmen de la progresiva degradación del pueblo elegido. Reemplazaron la Ley divina, manifestación de la misericordia y de la fidelidad de Dios a su pueblo, por la ley hecha de sus manos. Dejaron de dar culto a Dios, para darse culto a ellos mismos: "En vano me rinden culto, ya que enseñan doctrinas que son preceptos de hombres". Y su condición tal, choca como una antítesis irreconciliable con el culmen de la revelación divina, que es el Verbo Encarnado. Si aquellos eran sepulcros blanqueados, Jesús es el sepulcro Resucitado, vivificado por fuerza del Espíritu. Blanco por dentro, aún cuando su aparencia haya sido como la de un gusano, y un gusano condenado a muerte. Luego, radiante por fuera en la Resurrección. Ahora, Inmaculado a la diestra del Padre. Más tarde, blanco, dorado, y púrpura, en su Segunda venida. 
Y de ese choque brutal, salen estos pasajes de las Escrituras. 

Cuidemos de imitar al que es de corazón puro. Que no en vano, decimos que tiene un Sagrado Corazón.

lunes, 24 de agosto de 2015

Al pan, pan. Y al vino, robo




A veces me da cierta gracia y hasta curiosidad las contradicciones cotidianas de la gente cotidiana. Por antaño Chesterton creía un imposible la locura ideológica del hombre común. Hoy hay que decir que es una segunda naturaleza ya establecida en todo el mundo. La transmisión global de las comunicaciones favorece la difusión de las estupideces, que penetran con cierta facilidad en inteligencias poco afectas a los sentidos y al tacto de los primeros principios evidentes. El orden natural brilla por su ausencia en la inteligencia del hombre común. Y ni que decir del sentido profundamente teológico del mismo. Ni que decir.

El hombre común, sencillo y silvestre, vive sin cuestionarse. Y muchos modernos ya lo habían avisado. Por allá se avisaba que el hombre moderno estaba perdiendo el sentido crítico. (Yo comento que lo perdió a fuerza de considerar que es lo único que existe. El racionalismo exterminó la razón.).
Mas yo digo que el sentido crítico es ya un viejo fósil, un lindo recuerdo de museo que los chicos de la secundaria pueden visitar una vez al año. 

¿Y a qué va todo esto? A una cuestión no menos curiosa, a propósito de las elecciones aquí en Argentina. Todo el país se moviliza por motivo del ejercicio de la votación. Y acá no me interesa hacer objeciones filosóficas sobre la democracia moderna, sobre su fundamento y su adecuación o inadecuación al orden natural. No. Lo que me parece curioso, más curioso y fundamental que aquello, es que se ha perdido de la tópica común del hombre común el considerar la bondad o malicia, e incluso la eficacia o ineficacia de los gobernantes. Ni siquiera se considera si es capaz o incapaz para el acrecentamiento económico y material del país. Ya ni eso. La gran mayoría vota al mal menor. 

Hay una cantidad considerable de gente que vota por la militancia al partido. Otros, también minoría, votan con cierto interés fundados en alguna que otra razón generalmente infundada. Otros, con tacto ponderativo, consideran a uno o a otro en orden al bien económico del país. Pero la gran mayoría no tiene ni la más puta idea de para que vota o vota al que menos afana. 

Ya se hizo costumbre el robo. 

domingo, 26 de julio de 2015

Dios, el hombre y la palabra






Ahí, al pie de un sauce, de ramas ligeras que motean los rayos del sol, está el gaucho cantor. Y de entre los versos que salen de su voz están estos:


"Dios formó lindas las flores,
delicadas como son,
les dió toda perfeción
y cuanto él era capaz
pero al hombre le dio más
cuando le dió el corazón.

Le dió claridá a la luz,
juerza en su carrera al viento
le dió vida y movimiento
dende el águila al gusano
pero más le dio al cristiano
al darle el entendimiento.

Y aunque a las aves les dio
con otras cosas que inoro,
esos piquitos como oro
y un plumaje como tabla,
le dió al hombre más tesoro
al darle una lengua que habla."
(Martin Fierro, vv. 2155-2170)

Y más adelante canta el hijo mayor de Martin Fierro sus penas y desgracias. Y estas canta él, contando los sufrimientos de la carcel y el castigo:

"La justicia muy severa
suele rayar en crueldá;
sufre el pobre que allí está
calenturas y delirios,
pues no esiste pior martirio
que esa eterna soledá.

Conversamos con las rejas
por sólo el gusto de hablar;
pero nos mandan callar
y es preciso conformarnos,
pues no se debe irritar
a quien puede castigarnos.

Sin poder decir palabra
sufre en silencio sus males,
y uno en condiciones tales,
se convierte en animal,
privao del don principal
que Dios hizo a los mortales.

Yo no alcanzo a comprender
por qué motivo será
que el preso privado está
de los dones más preciosos
que el justo Dios bondadoso
otorgó a la humanidá.

Pues que de todos los bienes,
(en mi inorancia lo infiero)
que le dio al hombre altanero
su Divina Majestá,
la palabra es el primero, 
el segundo es la amistá."
(La vuelta de Martin Fierro, vv. 1995-2020) 

Y al dictado de la experiencia impregnada de Fe, le dice su sentido que el primero y más grande de los bienes recibidos es la palabra. Y el segundo es la amistad. 

La palabra... no la ciudad ni la política, no la autoridad, no la filosofía ni el amor, no la amistad que está en segundo lugar, no la familia, no el orden, no la libertad, no el saber o el entendimiento, no la ciencia ni la voluntad, no el alma. La palabra... 

Y claro. Si el carcelero sabe hacer sufrir, es porque sabe qué hace feliz al condenado. Por opuestos. No hay que ser genio. Y lo priva del habla, de la comunicación, de la expresión, de la palabra.

Si, pero el problema no es como llega a dicha conclusión. Poco importa si es por experiencia directa o positiva, indirecta o negativa. Si es en la felicidad o en el sufrimiento. Lo que importa es la cosa. Lo que importa es la palabra...

lunes, 20 de julio de 2015

Amans amare


Si se puso uno a pensar en lo que decimos cuando decimos "filosofía" entendemos que no entendemos mucho lo que decimos. Y gracioso se pone cuando uno dice "amo la filosofía". No sabe uno que dice mucho con eso.



A veces me sale una risa (interior o exterior dependiendo de con quien hablo) cuando hablo o pienso en lo que se enseña en aquella solitaria materia del secundario raramente llamada "Filosofía". Digo raramente, porque no se me ocurre que puede tener de igual enseñar una historia de la filosofía y la filosofía más que unos cuantos nombres de hombres que ejercieron en mayor o menor grado la filosofía. Palabras más palabras menos, ese no es el caso. El caso es que a los alumnos de sexto año de secundaria y a los que estuvimos en institutos de filosofía se les dice academicamente que la filosofía es "filos-sofía", es decir, un "amor a la sabiduría". La tradición nos dió ese nombre, filosofía. Y filósofos a los que participan de aquella. Si, y eso está bien. Pero, ¿se detuvieron a pensar tan sólo un segundo que significa eso? 



Les recomiendo que se detengan a hacer un panorama fenomenológico de la cuestión: pregúntenle a cualquier persona que se crucen qué piensa que es un filósofo y qué piensa que es la filosofía. Les van a decir: "es un tipo que piensa", "alguien que enseña a pensar", "un hombre que lee mucho" y cosas así. Pero aquél termino no nos dice precisamente eso... nos dice algo distinto.

Nos dice que filos-sofar es, principalmente, "amar". ¡AMAR! Si, amar. El filósofo es un amante, un enamorado. Y el enamorado busca intensamente lo que ama. Y el filósofo busca el saber. Ama el saber. Esa es su nota determinante, su esencia, su vida. Amar. 

Y a tal punto es determinante que no puede saber el que no ama. ¿Porqué? Porque el amante, si es verdaderamente tal, tiene dos notas fundamentales: la búsqueda constante y ardiente, y el servicio, la entrega y hasta el sacrificio por aquello que ama. Para lo cual se adhiere una subnota esencial que es la humildad, el abajamiento con respecto a aquello a lo que sirve y en virtud de lo cual puede crecer en aquello a lo que tiende (porque el que se cree completo en esta dimensión ya no puede adquirir saber alguno).

Pero no es más sencillo “saber amar” que “amar el saber”. Y si, como decía Aristóteles y luego S. Tomás, amar  es buscar el bien del otro, ¿qué bien puede procurarse al saber? ¿Qué bien se le puede hacer? No puedo uno consolarlo en la tristeza, o visitarlo en su día de cumpleaños, o darle consejos. Pero puede uno comunicarlo. Dar a conocer a los demás su grandeza, su profundidad y belleza. A la búsqueda de perfección propia se le añade como nota esencial y radical la de comunicar aquella perfección a la que uno tiende, que es el saber. No puede uno amar el saber, y no amar enseñar. Amar el saber, y enseñar aquello que se ama son hermanos gemelos, y hasta me atrevería a decir que son una y la misma cosa. Amar enseñar. ¿Para mostrar la propia grandeza? ¡No! Para comunicar el bien, para amar sirviendo, para servir amando al saber.

Pero claro, cuando se ve la cosa de lejos y en medio de una conversación (con alguien más o consigo mismo) puede uno decir: “Yo amo la filosofía”. Y esto no es más sencillo que aquello. Tampoco. Eso implica amar un amor. Amar amar. Amar amar el saber. ¿Se puede amar amar? ¡Claro que sí! “Potest velle se velle”, dice Santo Tomás (S. Th., II-II, 24, 2). Y cuenta San Agustín (Conf. III, 1) que en Cartago, enamorado del amor, buscaba qué amar. Claro que se puede amar el amor. Claro que se puede amar la filosofía.

Y así es la cosa. Amando se sabe, sabiendo se ama. Y termina uno amando el amor por el que sabe, y sabiendo el saber por el que ama. Bueno, algo así. Usted me entiende. Creo.

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Nota: el dibujado es Pitágoras.

domingo, 31 de mayo de 2015

Doctrina e Ideología






Créanme. Yo no lo busco. O bueno, un poco si. Pero el tema me salió al paso (otra vez). Y el tema no es así no más. Una que se pueda pasar por alto así como si nada o que pueda olvidarse de un día para otro. O, como dice una amiga, “no es moco de pavo”. No. El tema es serio y muy importante. No: es lo más importante. Y la cosa salió al paso en una jornada pedagógica, de esas que cada tanto se hacen en los colegios. Estábamos todos reunidos (docentes, preceptores, directivos, etc.) y salió la cuestión. Pero me salió a mí, casi violentamente. Me levanté para cambiar la yerba (porque algunas cosas sólo se digieren con mate) y el director que guiaba la jornada me preguntó (así parado, con el mate en la mano) qué diferencia hay en mi opinión entre una ideología y una doctrina. Y mi respuesta fue esta: “En mi opinión, la doctrina es un corpus de ideas que se adecuan a la realidad y forman una cosmovisión. La ideología, por el contrario, parte de presupuestos, prejuicios, de los cuales se derivan miles de conclusiones prácticas y conducen a consecuencias nocivas como estas (refiriéndome a lo que antes se había señalado sobre los enfrentamientos de 1970-1980 acá en Argentina)”. 



Ahora, uno después, cuando está en frío, se sienta y piensa lo que dijo. Y lo que dijo está incompleto y no del todo claro. En las entradas anteriores de este blog traté la cuestión del filosofar que es de algún modo contradictorio con los prejuicios “doctrinales” e “ideológicos” de muchos neotomistas e ideólogos de otras corrientes. Por allá igualé estos términos (doctrina e ideología) asumiendo que la filosofía es un ejercicio crítico, un movimiento racional y no una mera aceptación de ideas o principios más o menos coherentes. Y que no sólo esto, sino que aquel movimiento del entendimiento nace de la contemplación sensible-intelectual y en ella acaba. Todo muy lindo. Pero, ¿qué significa que la aceptación “acrítica” de ideas o principios es contrario al filosofar?¿No es posible admitir nada estático en la filosofía? ¿Es inadmisible la quietud del pensamiento e incluso de las formulaciones que se consideran verdaderas? 

 Para explicar lo que pienso al respecto, lo primero que tengo que hacer es afirmar que el filosofar parte de un robo. De un robo, quizás el único robo que no sea crimen, y que hasta quizás sea el acto más noble que exista. Acto que, por su naturaleza, sólo es robo en la medida en que el hombre abra su bolsillo para ser asaltado. ¿Y quién es el maleante? ¿Quién es este noble ladrón que no solo no se oculta en la oscura noche sino que se muestra lleno de misterioso y sorprendente esplendor? Es un buen ladrón, como aquel de las Escrituras, sólo que este no tiene nada por lo que pedir perdón: este ladrón es el ente corpóreo, las cosas mismas en su cruda existencia. Son ellas las que arrebatan (“rapit” como decían los latinos), con su misma existencia, el asentimiento del intelecto. Ellas son las que seducen nuestros sentidos y avivan nuestro intelecto. Y así, todo parte de un noble “si”. Si, ustedes existen. Si, son. Y así es como uno puede luego embarcarse saludablemente en el filosofar. Pero esto supone docilidad a la imposición brutal y primaria de las cosas y de los sentidos. Y esta aceptación primera es estática. No es un movimiento del intelecto por el que asentimos, sino un juicio. Debe uno esperar el colectivo parado, para luego subirse y moverse sobre sus ruedas. Nadie sube corriendo, o sale a buscarlo camino atrás. Sólo espera. Pero tampoco nadie duerme o vive en el colectivo. Se sube para luego bajarse en otra parada. Y luego espera, sube, se baja… y así es como se viaja en la filosofía. 

Por allá, en los Últimos Analíticos dice Aristóteles: “Por tanto, estos conocimientos de los principios no están en nosotros completamente determinados; no proceden tampoco de otros conocimientos más notorios que ellos; vienen únicamente de la sensación”. A mi parecer, Aristóteles habla un poco ingenuamente en ese fragmento. Es verdad que los sentidos son las puertas de los principios primeros, pero no son ellos el portero. El portero es el intelecto, que, asumiendo que tiene una puerta delante, trae a lo inteligible al intelecto. Sentidos e intelecto. Puerta y portero. 

Ahora bien, llámesele a este conocimiento de los principios un conocimiento “doctrinal” o como se le quiera llamar, a mí me da más o menos lo mismo. Lo importante es asumir que ni están ellos en nosotros de un modo “a priori”, ni pueden ser extraídos de otros principios más notorios (es decir, ser producto de un movimiento de la inteligencia). No. Es así, simple y compuesto. Es simple, en cuanto que no es racional, sino intelectual. Es compuesto, en cuanto supone una composición judicativa. Sensible-intelectual, simple-complejo. Algo así. Y esto es una aceptación, un asentimiento. Es, si se quiere, un conocimiento “doctrinal”. La filosofía parte (o “debe” partir por su propia salud) de un conocimiento doctrinal de las cosas. Poner estos principios apriorísticamente en la inteligencia, o derivarlos por la razón es, para darle un término propio, un proceder “ideológico”. 

De modo que, el hombre que saludablemente asuma que su hamburguesa tiene lechuga y mostaza porque así lo dictan “doctrinalmente” sus sentidos, podrá gustarla con todo placer. Pero el hombre que empiece a dudar de aquello, no sólo, luego de todos los dislates racionales a los que llegue, va a comer una hamburguesa fría, sino que probablemente acabe por negar la misma hamburguesa. O trate de darle la vuelta para ver sino esconde un misterio superior, o simplemente se enoje con ella por considerar imposible saber si es o no una hamburguesa, o concluya, luego de hacerle algunos análisis químicos, que está más cerca de ser una empanada que una hamburguesa. Yo prefiero una hamburguesa caliente… 

Pero la cosa no termina acá. Una vez que nos subimos al colectivo de la filosofía (ponga si quiere, por hacerlo más poético, un barco) no quiere uno sentarse en los asientos de embarazadas o quedarse cerca de la puerta. Es mejor ir hasta el fondo, proceder a las causas tan alto como se pueda. Y todo esto es un movimiento de la inteligencia, que se asienta en aquellos primeros principios adquiridos por la inteligencia en conjunto con los sentidos. Y después que se viajó tanto como se pudo, debe uno bajarse del colectivo… en otra parada. 

El filósofo que vive en el colectivo, que estanca su inteligencia en los conceptos y mueve de aquí y allá su razón y construye monumentos ideales sin atender a la realidad primaria de las cosas, acaba con una indigestión intelectual. Y esto no es porque se me antoja. En la conclusión, la inteligencia se detiene y emite otro juicio. Que no es verdadero o falso en virtud de una comprobación empírica posterior, sino en virtud de su arraigo en aquellos primeros principios conocidos por la inteligencia y los sentidos. La cosa es para atrás, y yendo para atrás es como se va para adelante… remitiéndose a los principios, puede uno conocer nuevas verdades. Que serán verdades en la medida en que se adecúen a las cosas, a los principios. Esta posterior quietud del intelecto también puede llamarse “doctrinal”, si a este, como venimos haciendo, se le opone el raciocinar. Son opuestos, pero no contradictorios. Son opuestos y complementarios. 

Pero esto señores, todo esto, supone, una vez más, docilidad a la realidad de las cosas. Estoy tentado a decir “confianza”, pero no es esa la palabra. Lo voy a expresar en un término complejo: debe uno asentir al misterio de la existencia. Que, como ya dije, no es algo que nosotros pongamos… ellas nos asaltan con violencia. Nos piden que las veamos. Pero me temo, que esto supone humildad. Y la humildad supone cierta renuncia intelectual. Se renuncia a ser hacedor de las cosas, para ganarlo todo. Se renuncia a poner esencias, para aceptarlas saludablemente ¿De qué le sirve al hombre ganar las cosas si pierde su inteligencia? Se aceptan las cosas en su lugar, a conclusión de conservar la cabeza. 

Pero todavía queda una cuestión. Si la ideología se caracteriza por su inadecuación con las cosas, por su vuelo desarraigado, por su falta de paradas (algo así como el 53 rápido…), ¿qué pasa con la sistematización neotomista que, por ser honesto, goza de muchos aciertos filosóficos? Lo que pasa, a mi parecer, es que subvierten (muchos, no todos) el inicio saludable del filosofar. Reemplazan la contemplación primigenia por las máximas de la tradición y la autoridad humana. Y esto, repito, no todos lo hacen, pero sí muchos. Amén de que afirman que es necesario contemplar, nunca hicieron ejercicio de eso. Lo dicen porque otro lo dice. Y aunque nada tiene de malo la aceptación del juicio humano o incluso el divino (tema que voy a tratar en otra entrada) no puede la filosofía por su misma salud reducirse a una pura exposición dogmática o doctrinal. Filosofar supone el aceptar, pero no se reduce a él. El filósofo asume una tradición y hace uso de su memoria con toda legitimidad, pero no se reduce a ellas. La filosofía supone el dogma pero no es un dogma. Y su fuerte no es el argumento de autoridad, sino la reducción a los principios. Las cosas mismas son su autoridad fundante, no Santo Tomás. Puede uno considerar tanto como quiera las máximas del Angélico, puede repetirlas, reordenarlas, ponerlas de cabeza, aceptarlas o rechazarlas, pero si quiere considerarse filósofo no le es posible admitirlas verdaderas porque hayan sido dichas por Santo Tomás. Si quiere seguir en el terreno saludable de la filosofía debe hacer él mismo la reducción a las cosas mismas: debe emprender su propio viaje por la sabiduría y ver las máximas del Aquinate en las cosas mismas. 

En definitiva, la filosofía no tiene nada que temer a la construcción sistemática, más aún, es natural que lo haga. Es natural que el hombre, por su inteligencia, tienda a ser coherente, a aceptar una doctrina y a concluir en una sistematización “doctrinal”. Puede uno elevar tanto como quiera las ramas, puede uno dar tantos frutos intelectuales como quiera, pero si quiere seguir viviendo debe echar raíces en la tierra.