Si se puso uno a pensar en lo que decimos cuando decimos
"filosofía" entendemos que no entendemos mucho lo que decimos. Y
gracioso se pone cuando uno dice "amo la filosofía". No sabe uno que
dice mucho con eso.
A veces me sale una risa (interior o exterior dependiendo de con quien
hablo) cuando hablo o pienso en lo que se enseña en aquella solitaria materia
del secundario raramente llamada "Filosofía". Digo raramente, porque
no se me ocurre que puede tener de igual enseñar una historia de la filosofía y
la filosofía más que unos cuantos nombres de hombres que ejercieron en mayor o
menor grado la filosofía. Palabras más palabras menos, ese no es el caso. El
caso es que a los alumnos de sexto año de secundaria y a los que estuvimos en
institutos de filosofía se les dice academicamente que la filosofía es
"filos-sofía", es decir, un "amor a la sabiduría". La
tradición nos dió ese nombre, filosofía. Y filósofos a los que participan de
aquella. Si, y eso está bien. Pero, ¿se detuvieron a pensar tan sólo un segundo
que significa eso?
Les recomiendo que se detengan a hacer un panorama fenomenológico de la
cuestión: pregúntenle a cualquier persona que se crucen qué piensa que es un
filósofo y qué piensa que es la filosofía. Les van a decir: "es un tipo
que piensa", "alguien que enseña a pensar", "un hombre que
lee mucho" y cosas así. Pero aquél termino no nos dice precisamente eso...
nos dice algo distinto.
Nos dice que filos-sofar es, principalmente, "amar". ¡AMAR!
Si, amar. El filósofo es un amante, un enamorado. Y el enamorado busca
intensamente lo que ama. Y el filósofo busca el saber. Ama el saber. Esa es su
nota determinante, su esencia, su vida. Amar.
Y a tal punto es determinante que no puede saber el que no ama. ¿Porqué?
Porque el amante, si es verdaderamente tal, tiene dos notas fundamentales: la búsqueda
constante y ardiente, y el servicio, la entrega y hasta el sacrificio por
aquello que ama. Para lo cual se adhiere una subnota esencial que es la
humildad, el abajamiento con respecto a aquello a lo que sirve y en virtud de
lo cual puede crecer en aquello a lo que tiende (porque el que se cree completo
en esta dimensión ya no puede adquirir saber alguno).
Pero no es más sencillo “saber amar” que “amar el saber”. Y si, como decía
Aristóteles y luego S. Tomás, amar es
buscar el bien del otro, ¿qué bien puede procurarse al saber? ¿Qué bien se le
puede hacer? No puedo uno consolarlo en la tristeza, o visitarlo en su día de
cumpleaños, o darle consejos. Pero puede uno comunicarlo. Dar a conocer a los
demás su grandeza, su profundidad y belleza. A la búsqueda de perfección propia
se le añade como nota esencial y radical la de comunicar aquella perfección a
la que uno tiende, que es el saber. No puede uno amar el saber, y no amar
enseñar. Amar el saber, y enseñar aquello que se ama son hermanos gemelos, y
hasta me atrevería a decir que son una y la misma cosa. Amar enseñar. ¿Para
mostrar la propia grandeza? ¡No! Para comunicar el bien, para amar sirviendo,
para servir amando al saber.
Pero claro, cuando se ve la cosa de lejos y en medio de una conversación
(con alguien más o consigo mismo) puede uno decir: “Yo amo la filosofía”. Y
esto no es más sencillo que aquello. Tampoco. Eso implica amar un amor. Amar
amar. Amar amar el saber. ¿Se puede amar amar? ¡Claro que sí! “Potest velle se
velle”, dice Santo Tomás (S. Th., II-II, 24, 2). Y cuenta San Agustín (Conf.
III, 1) que en Cartago, enamorado del amor, buscaba qué amar. Claro que se
puede amar el amor. Claro que se puede amar la filosofía.
Y así es la cosa. Amando se
sabe, sabiendo se ama. Y termina uno amando el amor por el que sabe, y sabiendo
el saber por el que ama. Bueno, algo así. Usted me entiende. Creo.
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Nota: el dibujado es Pitágoras.
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Nota: el dibujado es Pitágoras.
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