Cuando alguien filosofa ciertamente que penetra cuestiones densas, pesadas, substanciosas. La mente del filósofo se detiene de a momentos para contemplar, de a momentos comienza una marcha lenta y se mueve de acá para allá, procediendo paulatinamente a lo desconocido, a la profundidad de las causas. Para Platón, y con razón, la cosa es al revés. Pero no porque contradiga lo que ahora estoy señalando, sino que lo ve desde el término al principio. Para él es un camino de lo oscuro a lo díafano, y esto es verdad. Tiene razón. Porque las causas son per se máximamente diáfanas. Pero vista la cosa desde la cruda humanidad, aquellas causas, siendo máximamente diáfanas, se vuelven oscuras para la inteligencia del filósofo. No en vano la lechuza es símbolo, bien que popular y acertado, de la paradoja que plantea el filosofar. Es luz que enceguece la visión por exceso de luminosidad.
Ahora bien, el conocimiento histórico, bien que en su horizontalidad espacio-temporal, manifiesta hechos, y hechos humanos. La historia nos manifiesta a los filósofos, que en su transitar parecen cada vez mas perdidos que hallados. La inteligencia inventiva (con lo que etimológicamente refiere tal termino) halla, pero hallando se pierde. Y lo que parece ser una solución, es origen de más grandes problemas. Las respuestas acaban multiplicando las preguntas. Y esto es un hecho. Nada más que un hecho. Basta ver a los grandes clásicos, buscando la verdad de manera colosal y acabando perdidos en más grandes incógnitas.
Basta ver, digo, al gran Aristóteles cuestionándose sobre el fundamento último de una genuina ética que no acaba por esclarecer nada a fin de cuentas. No se me crea un escéptico. Nada de eso. Claro que todo lo que aquellos grandes hombres buscaron y hallaron acabaron como tal. Los hallazgos fueron hallazgos. Pero no es menos evidente que tales hallazgos reclaman algo póstumo. Y lo repito: lo reclaman. Claman por algo detrás. Y esto se nos presenta filosóficamente a modo de pregunta, no de respuesta.
Todo este divague surge a propósito de las palabras de un profesor de un curso de Filosofía del Derecho. Abogado este, sí. Pero un gran filósofo por cierto. Y buscando, a modo de diálogo platónico, el fundamento último del obrar ético terminó preguntándose en medio de la clase si no hay algo detrás del gran primum ético que es la naturaleza humana.
A veces me produce gracia aquellas palabras de Aristóteles al final de la Ética a Eudemo:
"Así, esta elección y adquisición de bienes naturales -bienes del cuerpo, riquezas, amigos y otros bienes- que más promueve la contemplación de la divinidad, es la mejor, y esta norma es la más bella; pero aquella que por defecto o por exceso impide vivir y contemplar la divinidad es mala. El hombre posee esto en su alma, y ésta es la mejor norma para ella: percibir lo menos posible la otra parte del alma como tal". (VIII, 1249b)
Este es el Aristóteles que de algún modo establece como criterio definitivo de la ética la perfección del todo político, de la gran polis, es decir, el transitar terrenal al servicio de la ciudad humana perfectamente autárquica. Este es el Aristóteles del Tratado de la justicia, que propone como virtud perfectamente general y omniabarcativa a la ley o, dicho de modo aristotélico, a la justicia legal. Es el Aristóteles que pone como marco definitivo de la ética la misma naturaleza humana, el marco entitativo-racional. Es este, no otro. No hay otro Aristóteles. Y después de todo aquel perfecto desarrollo, aparentemente acabado y sin cabos sueltos, concluye con aquellas palabras. Y uno se queda con más preguntas que respuestas.
Sin embargo, como hombre sabio que era, sabía que había cuestiones últimas y altísimas que por su misma luminosidad no caben ser penetradas por la inteligencia raciocinante del hombre. Pero que no por eso dejan de ser verdades. E incluso verdades encontradas a partir de la misma naturaleza humana. Lo natural al hombre es tender a lo sobrenatural. Mirar al cielo con los pies en la tierra. Y claro. Ahí terminó su Ética. No terminó en el Tratado de la Amistad, o incluso en el Tratado de la Prudencia que hasta aquel punto parece ser bastante acabado. Y no se confunda. No dice "contemplación de las causas" o "contemplación de la verdad". No, no dice eso. ¿A qué se refiere cuando dice que la "norma más bella" para el perfecto obrar humano es contemplar, ver sin raciocinio de por medio, a la divinidad? ¿No basta al hombre vivir con el cortejo de virtudes adquiridas en el orden del bien más elevado que percibir se puede en este mundo que es la gran polis? ¿No basta al hombre vivir virtuosamente "para esta vida"? ¿En virtud de qué debe uno encomendarse a contemplar algo que le trasciende y que aparentemente no define los lineamientos de la fortuna humana y que, incluso, contradice los dictámenes de la felicidad terrena? ¿Es que hay algo más allá de lo terreno en virtud de lo cual el hombre puede obrar e incluso trascender perfectivamente al obrar enmarcado en las virtudes morales e intelectuales? ¿Cómo puede ser norma para todos los hombres contemplar la divinidad en el filosofar, siendo que no todos son filósofos? ¿No es una quimera e incluso una contradicción plantear una norma de moralidad "humana" que no es inclusiva para todo hombre? ¿O es que quizás Aristóteles acertó en el modo e incluso en el objeto, pero no en el estado final? ¿Habrá quizás otra contemplación de la divinidad más perfecta y abarcativa que la sectaria y dificultosa contemplación filosófica en esta vida?
Pero claro, después de esto hay penumbras. Puede uno vivir para esta vida. Vivir según el crudo dictamen de la naturaleza humana redondeada por las virtudes morales e intelectuales. Pero no por eso deja de estar esa astilla en el dedo, que hace que uno de pronto mire hacia arriba y sienta la veleidad, la vacuidad de la vida en orden al termino inminente que es la muerte. La naturaleza así establecida, perfeccionada, y lo digo no sin cierto espíritu soñador y utópico, "redondeada" acaba por ser a tal punto circular que es un circulo vicioso, un laberinto sin salida. Es el circulo que se devora a sí mismo. ¿Por qué? Porque esta vida circular, perfectamente filosófica, acaba por ser insípida, agriada por el punto terminal que es la muerte. No es vano que el hombre griego, racional y circular exclame:
"... ningún mortal puede considerar a nadie feliz con la mira puesta en el último día, hasta que llegue al término de su vida sin haber sufrido nada doloroso" (Sófocles, Edipo rey, 1525).
Aristóteles agrega a esto una pizca de sal, admitiendo que si bien es cierto que en esta vida la felicidad es una quimera, hay esperanza en la contemplación de la divinidad. Y esto, lo acentúo, mirando a la misma naturaleza humana, no a un tratado de religión católica.
Pero esta es la cuestión última, el punto más fuerte e intenso, el desenlace de un drama prolongado durante miles de años: que el católico le añade dulzura a toda esta mezcla. No contradice el sabor agrio y salado de esta vida, que tiene sus toques picantes. Pero en absoluto afirma que concluye en un sinsabor. No. Concluye en la dulzura de una contemplación póstuma. En esto Aristóteles fue un profeta, no un filósofo. Y ahí es donde cabe nombrar a Dios.