domingo, 4 de enero de 2015

Los huevos son huevos


   Los huevos son huevos. Evidente. Sin embargo la cuestión, en su simplicidad, en su radiante evidencia, trae un millón de problemas. Puede uno estar seguro que los huevos son huevos y defender esa verdad como la última de las verdades en pie, defenderla hasta la muerte si fuese necesario. Pero puede uno estar seguro en aquella verdad porque vió los huevos de un ave (la que guste) o porque leyó una elegante enciclopedia de tres mil páginas ilustradas (que no tanto) con imágenes incluidas, o porque oyó a un hombre con negros y redondos anteojos y delantal blanco, rodeado de recipientes bullendo y hablando gravemente sobre los huevos de una extraña ave hallada en Madagascar. Y la cosa, en uno y otro caso, cambia completamente. Estará uno tentado a decir que “la cosa” conocida es lo mismo. Si si, está bien. Es lo mismo, ambos son huevos. Pero en la misma distinción tenemos el quid de la cuestión. En el centro de esa oposición (y hasta contradicción) tenemos a la vida filosófica. Un extremo la coloca en la cima de los conocimientos, en el otro cae a un acantilado sin salvación posible. Ver los huevos y derivar de ello una hilación filosófica, u oír lo que se dice de los huevos, por una autoridad más o menos competente, suponer mil suposiciones y basar en ello una hilación ideológica. Y el problema acá no son los científicos, sino aquellos filósofos que suponen principios de otras autoridades distintas de la misma realidad en cuestiones que requieren de un desarrollo racional. Puede uno leer a Aristóteles y aprehender de él mil principios filosóficos y mil conceptos: pero no será un filósofo hasta en tanto no vea aquello en la realidad que le circunda. ¿Por qué? ¿Por un capricho ideológico acerca de la filosofía? No. Precisamente porque filosofar es contemplar. Es ver aquello que en tiempo presente desfila ante nuestros sentidos, pero que penetrando en ellos vislumbra la estructura meta-sensitiva de las cosas. 

   Todo muy lindo. Pero hasta acá tampoco tenemos filosofía. ¿Por otro capricho ideológico? No. Y acá la cuestión se pone interesante. Empezamos por una cuestión fundamental. Y fundamental con todo el peso de la palabra. El fundamento del discurrir filosófico. Que bien pueden no ser las cosas conocidas en su inmediatez sensible (como algunos sostienen), en su existencia concreta, sino una idea, un concepto, una proposición o hasta un sistema filosófico plasmado, proyectado en la realidad. De modo que, como una masa informe, ésta se amolde a aquel. Es lo que Gilson en el último capítulo de “El Tomismo” llama “adosada”. La realidad, así entendida, es adosada al sistema filosófico a priori. Y es lo que también llama “escolástica” o “filosofía del concepto”. Y aquel primer término es realmente interesante. Escolástica en el sentido que le da Gilson es una distorsión del verdadero tomismo. Escolástica en ese sentido es lo radicalmente contradictorio a la filosofía y al tomismo. Es proponer (e intentar fundar) que el filósofo, antes de ser filósofo, es, o debe ser, profesor. Que el saber se sigue del enseñar, del método y no a la inversa. Escolástica, en este sentido, es poner a la gallina de cabeza. Es hacer del concepto el punto inicial y terminal (a la vez) del procedimiento filosófico, es hacer del método apriorístico un primum filosófico. 

   De modo que esta primera puerta de entrada sería la puerta fundante de toda la filosofía. Sin embargo… negar la puerta (o hacer de la puerta todo el edificio) es dar por terminada la filosofía. Quitar el ente, concreto, existente, cognoscible a los sentidos y a la inteligencia, es quitar la entrada a la filosofía. A la contemplación simple, unitiva, del ente corpóreo-formal, o mejor dicho, a la aceptación de la puerta en cuanto puerta de todo el edificio, le sigue la disección racional, filosófica, de sus causas y estructuras universales. Y esta es la segunda cuestión a la que me refería. Puede uno muy bien aceptar la puerta pero hacer de la puerta un edificio (como hacen los empiristas en general) o entrar por la puerta (o nunca entrar por ella y creer que uno nació dentro del edificio) y quedarse eternamente en el edificio (como gustaría un idealista o un racionalista). Dicho de otro modo, puede uno muy bien estancarse en el acceso sensible de la realidad y reducirla a esta sola dimensión, o entrar por los sentidos (o negarlos radicalmente) y asumir que los conceptos son el punto terminal del conocimiento filosófico. 

   Tentación ésta muy común, por cierto, incluso entre muchos pretendidos tomistas modernos, que una vez asumida la realidad sensible (en mayor o menor grado) deambulan y vuelan entre las máximas del Aquinate sin jamás recordar que aquel buey mudo entró en el establo para luego salir de él y alimentarse de los pastos saludables de la realidad. No señores. Eso no es el tomismo. Ser tomista es asumir como primer máxima que Santo Tomás no es ni la única ni la principal máxima. Ser tomista es asumir que nuestro modelo primigenio a seguir no es Santo Tomás sino la realidad. Sólo luego de ver, se oye al Angélico. Que si fue tal, que si voló tan alto como los ángeles, era sólo porque sus pies seguían bien anclados en las cosas existentes. De allí que el primum cognitum no sean las proposiciones tomistas sino el ente corpóreo. 

   Todo el espíritu cabalmente filosófico entra por la puerta, sube tan alto como puede por el edificio de la sabiduría, para luego salir por la misma puerta. La filosofía no se subordina a los conceptos, sino a las cosas. Produce los conceptos del material ingénito de las cosas (que son las esencias entificadas), los utiliza, define, escruta, relaciona, y luego vuelve saludablemente a las cosas existentes en su corporalidad y en su unidad intrínseca. Es ahí cuando vuelve, por sus sentidos y su inteligencia, para hacer el juicio máximo: que las cosas son, y son lo que son… 

    …O mejor dicho: que los huevos son huevos.

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