Aquel juicio metafísico que señalé poco ha en su versión ovípara (recuérdese: “los huevos son huevos”) no es ninguna originalidad mía. Aquel juicio, que podría cambiarse, si se quiere, diciendo que la mostaza es mostaza o que la lechuga es lechuga, es obra de un hombre tan grande de ideas como de cuerpo y cuyo nombre es “Gilbert Keith Chesterton”. Así dice en su “Santo Tomás de Aquino”:
“Contra todo esto, la filosofía de Santo Tomás se alza fundamentada en la convicción común y universal de que los huevos son huevos. El hegeliano podrá decir que un huevo en realidad es una gallina, por ser parte de un proceso inacabable de devenir; el berkeleyano podrá sostener que unos huevos escalfados sólo existen como existe un sueño, pues tan fácil es afirmar que el sueño es la causa de los huevos como que los huevos son la causa del sueño; el pragmatista podrá creer que sacamos el mejor partido de unos huevos revueltos olvidando que alguna vez fueron huevos y acordándonos sólo del revuelto. Pero ningún discípulo de Santo Tomás necesita estrujarse el cerebro para batir sus huevos como es debido, ni dar una peculiar inclinación a su cabeza al mirar huevos, o ponerse bizco cuando mira huevos, o guiñar el otro ojo para ver una nueva simplificación de los huevos. El tomista se planta en la clara luz del día de la hermandad de los hombres, en su común conciencia de que los huevos no son ni gallinas, ni sueños, ni meros supuestos prácticos, sino cosas atestiguadas por la autoridad de los sentidos, que viene de Dios.”
En ese denso párrafo el gran Chesterton señala la esencia misma del espíritu tomista, pero también, por sobreabudancia, señala la esencia del verdadero proceder filosófico: conocer que los huevos son huevos se sigue de la autoridad misma de los sentidos, puertas naturales y comunes a la realidad. La aceptación de esa brutal evidencia como primum metafísico y, por tanto, cognosctivo es la aceptación de la humanidad del hombre, del proceder filosófico de la filosofía, y del espíritu tomista del tomismo. Principio metafísico, digo, del proceder filosófico, pues quoad se las cosas sensibles no tienen primacía en la escala óntica, son sólo derivados, imágenes substanciales de Otro que Chesterton no olvida, ni omite, pero que no es primero en el proceder y la argumentación filosófica sino último.
Y esto, que parece así tan simple, tan fácilmente aceptable, es en la realidad concreta de muchos tomistas una cuestión mediata. Esto que debería ser aceptado con la inmediatez de la evidencia, es aceptado por la mediatez de los manuales, de autoridades mas o menos nombradas, y hasta por la autoridad del mismo Santo Tomás. No tengo nada contra los manuales, ni tampoco contra los tomistas modernos. Pero tengo todo contra los que hacen del tomismo un manual, una receta memorizada de frases, expresiones, palabras, clasificaciones. Aceptar que el tomismo es un derivado de la realidad es aceptar la salud del tomismo. Ver el tomismo en la realidad y no la realidad en el tomismo es el corazón del tomismo. Son las máximas del Aquinate las que se adecúan a las cosas, y no éstas a aquellas. Aceptar esto es aceptar que puede ser tan verdadero el juicio “el agua es incolora” de Loisy o de San Pio X, de Origenes y de San Agustin, de Santo Tomás y del almacenero de la esquina de mi casa.
Todos ellos dicen verdad cuando enuncian tal juicio. Si Condillac dijera que el olor de los jazmines es dulce es tan verdad como que lo diga mi abuela. Si Arrio dijera que hay un Hijo del Padre será tan verdad como que lo diga San Atanasio. La verdad no teme ser parida por ningún hombre. Más aun, sabe que su vocación es ennoblecerlo: no escapa a quien quiera portarla y manifestarla. Y si Kant afirmaba que había algo que se llamaba razón, y que era algo que valía la pena escuchar: ¡Entonces Kant tenía razón! Si Arrio decía que hay un Hijo del Padre: ¡Entonces Arrio tenía razón! Si Hegel afirmaba que había algo que se llamaba historia y que estaba afectada por el devenir: ¡Entonces Hegel tenía razón! Si Condillac afirmaba que había algo que se llamaba conocimiento sensible y que era importante: ¡Entonces Condillac tenía razón! Si Spinoza afirmaba que el fin del hombre es alcanzar la paz, la tranquilidad y el sosiego eterno e interior: ¡Entonces Spinoza tenía razón! El hereje, a fin de cuentas, puede que tenga algo de razón. Y si tiene algo de razón es porque lo único que tiene es razón. Una razón poderosísima, veloz, ágil, ordenada, constructiva, imperiosa. Pero sólo eso. Sólo tiene razón. Si algo caracteriza al hereje, y con él al ideólogo, es que no da suficiente aire a sus pulmones. Ni a su cabeza. No le da el aire saludable de los sentidos, de lo inmediato y concreto. Pero tampoco le da el aire saludable de la Fe. Como dijera Chesterton en su libro “Ortodoxia”: sólo un acto de voluntad o un acto de fe puede salvar al razonador compulsivo, al hereje, al ideólogo… al loco. Estos, los locos y particularmente los locos modernos, construyen gigantescas ciudades meticulosamente estructuradas. Pero son ciudades que flotan en el aire, y no andan en ninguna dirección. Ni tienen cimiento en el suelo, ni miran al cielo. Ni llaman a los sentidos, ni conducen a la Fe. Pero bien puede que en medio de todo ese sistema perfectamente coherente pero desanclado y suelto haya un destello de luz, una verdad y una virtud divorciadas. El hereje tiene algo de razón, se atiene a una verdad como a su columna y sostén. Pero una columna que en vez de sostener el techo y de enclavarse en el suelo surge entre nubes.
Y en el caso de los tomistas modernos (de muchos de ellos, no todos) se atienen a una verdad casi irónica: y es la verdad según la cual la realidad es el primum filosófico. Irónica, porque es una deducción, una mediatez, en vez de una inmediatez. Sostienen “doctrinalmente” que la realidad es algo percibido inmediatamente… a través de la autoridad del Angélico y no por propia prueba. Encasillan las cosas en una suerte de receta pseudo-tomista: cien gramos de definiciones, trescientos de divisiones y clasificaciones, revolver con bastantes deducciones, y no se olvide de las conclusiones ya amasadas por el Aquinate. Afirman que las cosas son lo importante, y no las miran a ellas, sino que quedan enceguecidos por la luz esplendorosa de Santo Tomás. Nada tan contrario al espíritu del Angélico como eso. Si algo es Santo Tomás, y quede claro, es un San Juan Bautista: anuncia a aquel a quien no es digno de desatarle la correa de sus sandalias, clama en el desierto que otro viene, otro más poderoso, que bautiza con Espíritu y fuego: el ente concreto, existente, corpóreo y sensible. Hacer de Santo Tomás un Cristo, es hacerle injusticia.
Y esto, que parece así tan simple, tan fácilmente aceptable, es en la realidad concreta de muchos tomistas una cuestión mediata. Esto que debería ser aceptado con la inmediatez de la evidencia, es aceptado por la mediatez de los manuales, de autoridades mas o menos nombradas, y hasta por la autoridad del mismo Santo Tomás. No tengo nada contra los manuales, ni tampoco contra los tomistas modernos. Pero tengo todo contra los que hacen del tomismo un manual, una receta memorizada de frases, expresiones, palabras, clasificaciones. Aceptar que el tomismo es un derivado de la realidad es aceptar la salud del tomismo. Ver el tomismo en la realidad y no la realidad en el tomismo es el corazón del tomismo. Son las máximas del Aquinate las que se adecúan a las cosas, y no éstas a aquellas. Aceptar esto es aceptar que puede ser tan verdadero el juicio “el agua es incolora” de Loisy o de San Pio X, de Origenes y de San Agustin, de Santo Tomás y del almacenero de la esquina de mi casa.
Todos ellos dicen verdad cuando enuncian tal juicio. Si Condillac dijera que el olor de los jazmines es dulce es tan verdad como que lo diga mi abuela. Si Arrio dijera que hay un Hijo del Padre será tan verdad como que lo diga San Atanasio. La verdad no teme ser parida por ningún hombre. Más aun, sabe que su vocación es ennoblecerlo: no escapa a quien quiera portarla y manifestarla. Y si Kant afirmaba que había algo que se llamaba razón, y que era algo que valía la pena escuchar: ¡Entonces Kant tenía razón! Si Arrio decía que hay un Hijo del Padre: ¡Entonces Arrio tenía razón! Si Hegel afirmaba que había algo que se llamaba historia y que estaba afectada por el devenir: ¡Entonces Hegel tenía razón! Si Condillac afirmaba que había algo que se llamaba conocimiento sensible y que era importante: ¡Entonces Condillac tenía razón! Si Spinoza afirmaba que el fin del hombre es alcanzar la paz, la tranquilidad y el sosiego eterno e interior: ¡Entonces Spinoza tenía razón! El hereje, a fin de cuentas, puede que tenga algo de razón. Y si tiene algo de razón es porque lo único que tiene es razón. Una razón poderosísima, veloz, ágil, ordenada, constructiva, imperiosa. Pero sólo eso. Sólo tiene razón. Si algo caracteriza al hereje, y con él al ideólogo, es que no da suficiente aire a sus pulmones. Ni a su cabeza. No le da el aire saludable de los sentidos, de lo inmediato y concreto. Pero tampoco le da el aire saludable de la Fe. Como dijera Chesterton en su libro “Ortodoxia”: sólo un acto de voluntad o un acto de fe puede salvar al razonador compulsivo, al hereje, al ideólogo… al loco. Estos, los locos y particularmente los locos modernos, construyen gigantescas ciudades meticulosamente estructuradas. Pero son ciudades que flotan en el aire, y no andan en ninguna dirección. Ni tienen cimiento en el suelo, ni miran al cielo. Ni llaman a los sentidos, ni conducen a la Fe. Pero bien puede que en medio de todo ese sistema perfectamente coherente pero desanclado y suelto haya un destello de luz, una verdad y una virtud divorciadas. El hereje tiene algo de razón, se atiene a una verdad como a su columna y sostén. Pero una columna que en vez de sostener el techo y de enclavarse en el suelo surge entre nubes.
Y en el caso de los tomistas modernos (de muchos de ellos, no todos) se atienen a una verdad casi irónica: y es la verdad según la cual la realidad es el primum filosófico. Irónica, porque es una deducción, una mediatez, en vez de una inmediatez. Sostienen “doctrinalmente” que la realidad es algo percibido inmediatamente… a través de la autoridad del Angélico y no por propia prueba. Encasillan las cosas en una suerte de receta pseudo-tomista: cien gramos de definiciones, trescientos de divisiones y clasificaciones, revolver con bastantes deducciones, y no se olvide de las conclusiones ya amasadas por el Aquinate. Afirman que las cosas son lo importante, y no las miran a ellas, sino que quedan enceguecidos por la luz esplendorosa de Santo Tomás. Nada tan contrario al espíritu del Angélico como eso. Si algo es Santo Tomás, y quede claro, es un San Juan Bautista: anuncia a aquel a quien no es digno de desatarle la correa de sus sandalias, clama en el desierto que otro viene, otro más poderoso, que bautiza con Espíritu y fuego: el ente concreto, existente, corpóreo y sensible. Hacer de Santo Tomás un Cristo, es hacerle injusticia.