sábado, 17 de enero de 2015

El hereje tenía algo de razón



Aquel juicio metafísico que señalé poco ha en su versión ovípara (recuérdese: “los huevos son huevos”) no es ninguna originalidad mía. Aquel juicio, que podría cambiarse, si se quiere, diciendo que la mostaza es mostaza o que la lechuga es lechuga, es obra de un hombre tan grande de ideas como de cuerpo y cuyo nombre es “Gilbert Keith Chesterton”. Así dice en su “Santo Tomás de Aquino”: 

 “Contra todo esto, la filosofía de Santo Tomás se alza fundamentada en la convicción común y universal de que los huevos son huevos. El hegeliano podrá decir que un huevo en realidad es una gallina, por ser parte de un proceso inacabable de devenir; el berkeleyano podrá sostener que unos huevos escalfados sólo existen como existe un sueño, pues tan fácil es afirmar que el sueño es la causa de los huevos como que los huevos son la causa del sueño; el pragmatista podrá creer que sacamos el mejor partido de unos huevos revueltos olvidando que alguna vez fueron huevos y acordándonos sólo del revuelto. Pero ningún discípulo de Santo Tomás necesita estrujarse el cerebro para batir sus huevos como es debido, ni dar una peculiar inclinación a su cabeza al mirar huevos, o ponerse bizco cuando mira huevos, o guiñar el otro ojo para ver una nueva simplificación de los huevos. El tomista se planta en la clara luz del día de la hermandad de los hombres, en su común conciencia de que los huevos no son ni gallinas, ni sueños, ni meros supuestos prácticos, sino cosas atestiguadas por la autoridad de los sentidos, que viene de Dios.” 

En ese denso párrafo el gran Chesterton señala la esencia misma del espíritu tomista, pero también, por sobreabudancia, señala la esencia del verdadero proceder filosófico: conocer que los huevos son huevos se sigue de la autoridad misma de los sentidos, puertas naturales y comunes a la realidad. La aceptación de esa brutal evidencia como primum metafísico y, por tanto, cognosctivo es la aceptación de la humanidad del hombre, del proceder filosófico de la filosofía, y del espíritu tomista del tomismo. Principio metafísico, digo, del proceder filosófico, pues quoad se las cosas sensibles no tienen primacía en la escala óntica, son sólo derivados, imágenes substanciales de Otro que Chesterton no olvida, ni omite, pero que no es primero en el proceder y la argumentación filosófica sino último. 

Y esto, que parece así tan simple, tan fácilmente aceptable, es en la realidad concreta de muchos tomistas una cuestión mediata. Esto que debería ser aceptado con la inmediatez de la evidencia, es aceptado por la mediatez de los manuales, de autoridades mas o menos nombradas, y hasta por la autoridad del mismo Santo Tomás. No tengo nada contra los manuales, ni tampoco contra los tomistas modernos. Pero tengo todo contra los que hacen del tomismo un manual, una receta memorizada de frases, expresiones, palabras, clasificaciones. Aceptar que el tomismo es un derivado de la realidad es aceptar la salud del tomismo. Ver el tomismo en la realidad y no la realidad en el tomismo es el corazón del tomismo. Son las máximas del Aquinate las que se adecúan a las cosas, y no éstas a aquellas. Aceptar esto es aceptar que puede ser tan verdadero el juicio “el agua es incolora” de Loisy o de San Pio X, de Origenes y de San Agustin, de Santo Tomás y del almacenero de la esquina de mi casa. 

Todos ellos dicen verdad cuando enuncian tal juicio. Si Condillac dijera que el olor de los jazmines es dulce es tan verdad como que lo diga mi abuela. Si Arrio dijera que hay un Hijo del Padre será tan verdad como que lo diga San Atanasio. La verdad no teme ser parida por ningún hombre. Más aun, sabe que su vocación es ennoblecerlo: no escapa a quien quiera portarla y manifestarla. Y si Kant afirmaba que había algo que se llamaba razón, y que era algo que valía la pena escuchar: ¡Entonces Kant tenía razón! Si Arrio decía que hay un Hijo del Padre: ¡Entonces Arrio tenía razón! Si Hegel afirmaba que había algo que se llamaba historia y que estaba afectada por el devenir: ¡Entonces Hegel tenía razón! Si Condillac afirmaba que había algo que se llamaba conocimiento sensible y que era importante: ¡Entonces Condillac tenía razón! Si Spinoza afirmaba que el fin del hombre es alcanzar la paz, la tranquilidad y el sosiego eterno e interior: ¡Entonces Spinoza tenía razón! El hereje, a fin de cuentas, puede que tenga algo de razón. Y si tiene algo de razón es porque lo único que tiene es razón. Una razón poderosísima, veloz, ágil, ordenada, constructiva, imperiosa. Pero sólo eso. Sólo tiene razón. Si algo caracteriza al hereje, y con él al ideólogo, es que no da suficiente aire a sus pulmones. Ni a su cabeza. No le da el aire saludable de los sentidos, de lo inmediato y concreto. Pero tampoco le da el aire saludable de la Fe. Como dijera Chesterton en su libro “Ortodoxia”: sólo un acto de voluntad o un acto de fe puede salvar al razonador compulsivo, al hereje, al ideólogo… al loco. Estos, los locos y particularmente los locos modernos, construyen gigantescas ciudades meticulosamente estructuradas. Pero son ciudades que flotan en el aire, y no andan en ninguna dirección. Ni tienen cimiento en el suelo, ni miran al cielo. Ni llaman a los sentidos, ni conducen a la Fe. Pero bien puede que en medio de todo ese sistema perfectamente coherente pero desanclado y suelto haya un destello de luz, una verdad y una virtud divorciadas. El hereje tiene algo de razón, se atiene a una verdad como a su columna y sostén. Pero una columna que en vez de sostener el techo y de enclavarse en el suelo surge entre nubes. 

Y en el caso de los tomistas modernos (de muchos de ellos, no todos) se atienen a una verdad casi irónica: y es la verdad según la cual la realidad es el primum filosófico. Irónica, porque es una deducción, una mediatez, en vez de una inmediatez. Sostienen “doctrinalmente” que la realidad es algo percibido inmediatamente… a través de la autoridad del Angélico y no por propia prueba. Encasillan las cosas en una suerte de receta pseudo-tomista: cien gramos de definiciones, trescientos de divisiones y clasificaciones, revolver con bastantes deducciones, y no se olvide de las conclusiones ya amasadas por el Aquinate. Afirman que las cosas son lo importante, y no las miran a ellas, sino que quedan enceguecidos por la luz esplendorosa de Santo Tomás. Nada tan contrario al espíritu del Angélico como eso. Si algo es Santo Tomás, y quede claro, es un San Juan Bautista: anuncia a aquel a quien no es digno de desatarle la correa de sus sandalias, clama en el desierto que otro viene, otro más poderoso, que bautiza con Espíritu y fuego: el ente concreto, existente, corpóreo y sensible. Hacer de Santo Tomás un Cristo, es hacerle injusticia.

domingo, 4 de enero de 2015

Los huevos son huevos


   Los huevos son huevos. Evidente. Sin embargo la cuestión, en su simplicidad, en su radiante evidencia, trae un millón de problemas. Puede uno estar seguro que los huevos son huevos y defender esa verdad como la última de las verdades en pie, defenderla hasta la muerte si fuese necesario. Pero puede uno estar seguro en aquella verdad porque vió los huevos de un ave (la que guste) o porque leyó una elegante enciclopedia de tres mil páginas ilustradas (que no tanto) con imágenes incluidas, o porque oyó a un hombre con negros y redondos anteojos y delantal blanco, rodeado de recipientes bullendo y hablando gravemente sobre los huevos de una extraña ave hallada en Madagascar. Y la cosa, en uno y otro caso, cambia completamente. Estará uno tentado a decir que “la cosa” conocida es lo mismo. Si si, está bien. Es lo mismo, ambos son huevos. Pero en la misma distinción tenemos el quid de la cuestión. En el centro de esa oposición (y hasta contradicción) tenemos a la vida filosófica. Un extremo la coloca en la cima de los conocimientos, en el otro cae a un acantilado sin salvación posible. Ver los huevos y derivar de ello una hilación filosófica, u oír lo que se dice de los huevos, por una autoridad más o menos competente, suponer mil suposiciones y basar en ello una hilación ideológica. Y el problema acá no son los científicos, sino aquellos filósofos que suponen principios de otras autoridades distintas de la misma realidad en cuestiones que requieren de un desarrollo racional. Puede uno leer a Aristóteles y aprehender de él mil principios filosóficos y mil conceptos: pero no será un filósofo hasta en tanto no vea aquello en la realidad que le circunda. ¿Por qué? ¿Por un capricho ideológico acerca de la filosofía? No. Precisamente porque filosofar es contemplar. Es ver aquello que en tiempo presente desfila ante nuestros sentidos, pero que penetrando en ellos vislumbra la estructura meta-sensitiva de las cosas. 

   Todo muy lindo. Pero hasta acá tampoco tenemos filosofía. ¿Por otro capricho ideológico? No. Y acá la cuestión se pone interesante. Empezamos por una cuestión fundamental. Y fundamental con todo el peso de la palabra. El fundamento del discurrir filosófico. Que bien pueden no ser las cosas conocidas en su inmediatez sensible (como algunos sostienen), en su existencia concreta, sino una idea, un concepto, una proposición o hasta un sistema filosófico plasmado, proyectado en la realidad. De modo que, como una masa informe, ésta se amolde a aquel. Es lo que Gilson en el último capítulo de “El Tomismo” llama “adosada”. La realidad, así entendida, es adosada al sistema filosófico a priori. Y es lo que también llama “escolástica” o “filosofía del concepto”. Y aquel primer término es realmente interesante. Escolástica en el sentido que le da Gilson es una distorsión del verdadero tomismo. Escolástica en ese sentido es lo radicalmente contradictorio a la filosofía y al tomismo. Es proponer (e intentar fundar) que el filósofo, antes de ser filósofo, es, o debe ser, profesor. Que el saber se sigue del enseñar, del método y no a la inversa. Escolástica, en este sentido, es poner a la gallina de cabeza. Es hacer del concepto el punto inicial y terminal (a la vez) del procedimiento filosófico, es hacer del método apriorístico un primum filosófico. 

   De modo que esta primera puerta de entrada sería la puerta fundante de toda la filosofía. Sin embargo… negar la puerta (o hacer de la puerta todo el edificio) es dar por terminada la filosofía. Quitar el ente, concreto, existente, cognoscible a los sentidos y a la inteligencia, es quitar la entrada a la filosofía. A la contemplación simple, unitiva, del ente corpóreo-formal, o mejor dicho, a la aceptación de la puerta en cuanto puerta de todo el edificio, le sigue la disección racional, filosófica, de sus causas y estructuras universales. Y esta es la segunda cuestión a la que me refería. Puede uno muy bien aceptar la puerta pero hacer de la puerta un edificio (como hacen los empiristas en general) o entrar por la puerta (o nunca entrar por ella y creer que uno nació dentro del edificio) y quedarse eternamente en el edificio (como gustaría un idealista o un racionalista). Dicho de otro modo, puede uno muy bien estancarse en el acceso sensible de la realidad y reducirla a esta sola dimensión, o entrar por los sentidos (o negarlos radicalmente) y asumir que los conceptos son el punto terminal del conocimiento filosófico. 

   Tentación ésta muy común, por cierto, incluso entre muchos pretendidos tomistas modernos, que una vez asumida la realidad sensible (en mayor o menor grado) deambulan y vuelan entre las máximas del Aquinate sin jamás recordar que aquel buey mudo entró en el establo para luego salir de él y alimentarse de los pastos saludables de la realidad. No señores. Eso no es el tomismo. Ser tomista es asumir como primer máxima que Santo Tomás no es ni la única ni la principal máxima. Ser tomista es asumir que nuestro modelo primigenio a seguir no es Santo Tomás sino la realidad. Sólo luego de ver, se oye al Angélico. Que si fue tal, que si voló tan alto como los ángeles, era sólo porque sus pies seguían bien anclados en las cosas existentes. De allí que el primum cognitum no sean las proposiciones tomistas sino el ente corpóreo. 

   Todo el espíritu cabalmente filosófico entra por la puerta, sube tan alto como puede por el edificio de la sabiduría, para luego salir por la misma puerta. La filosofía no se subordina a los conceptos, sino a las cosas. Produce los conceptos del material ingénito de las cosas (que son las esencias entificadas), los utiliza, define, escruta, relaciona, y luego vuelve saludablemente a las cosas existentes en su corporalidad y en su unidad intrínseca. Es ahí cuando vuelve, por sus sentidos y su inteligencia, para hacer el juicio máximo: que las cosas son, y son lo que son… 

    …O mejor dicho: que los huevos son huevos.