miércoles, 30 de diciembre de 2015

El filósofo y la teología: el agua y el vino





Hace tiempo me había quedado pendiente investigar una cuestión de suma importancia. Sabía que el tema no era fácil de tratar, y sabía que algo de la cuestión estaba en un librito que hace tiempo tengo en mi biblioteca. Por cierto que ya hace tiempo me recomendaron que lo lea. El libro es de Etienne Gilson y se llama "El filósofo y la teología".
Ya hace tiempo (desde que abrí este blog) que no hice más que reflexionar sobre el verdadero significado de ser filósofo. Hay otro tema que ocupó mis meditaciones, del cual quizás más adelante diga algo por este medio. La aventura, aquella aventura, tuvo muchas andanzas. Fui de acá para allá, y en lo escrito fui pasando por la Metafísica, los Tópicos y la Retórica de Aristóteles al Fedro y la República de Platón, de Pieper a Maritain, de S. Tomas a ... Gilson. Y de Gilson aquel librito.

Me es difícil comenzar diciendo el gusto que me dejó la lectura de ese libro. Creo que la primera sensación fue de sorpresa. No me esperaba que el libro fuese casi un diario personal, un compendio y anecdotario de sus experiencias como filósofo. Eso hace que el libro pueda leerse con mucha fluidez, sin perder su intrínseca profundidad sobre la materia y que adquiera un tono de familiaridad. Está uno leyendo la vida de una persona: sus meditaciones, sus aspiraciones más profundas, sus sentimientos en momentos cruciales, sus decisiones, etc. Y eso, todo eso, no es poca cosa. Y en segundo lugar, señalar, que no sólo es enorme la cantidad de verdades que dice, sino que me parece aún más meritorio el cómo las dice: la elocuencia, el tacto concreto con lo vivencial, la solidez argumentativa, las relaciones y metáforas. Pero no quiero poner tantas letras en estos asuntos, y sí quiero entrar en lo esencial de la materia.
Ciertamente que hacer un análisis minucioso del libro sería demasiado extenso y, a mi parecer, carente de sentido. Pero sí me parece sensato señalar el vértice fundamental del libro: ¿Es la filosofía tal cuando a ella se une el elemento teológico? ¿No es impura, y por tanto, carente de sentido filosófico la filosofía que tiene alguna referencia con la fe y la religión? ¿De qué modo el dogma, como objeto de fe, puede tener relación con el ejercicio filosófico? ¿No son dos contradictorios irreconciliables?

Así es como se lo pregunta Gilsón: "¿Pero qué ocurre con la filosofía en este asunto? Movilizada de esta forma por la teología, para unos fines que no son los suyos, ¿no es de temer que pierda su esencia en la aventura?". Inmediatamente responde: "En un sentido, si, pero gana en el cambio."

Lo cual explica de este modo:

"El reproche fue dirigido a Santo Tomás. Unos teólogos que se inquietaban más por la suerte de la ciencia sagrada que por la filosofía, le reprocharon mezclar el agua de la filosofía con el vino de la Escritura, pero él refutó este argumento con una comparación sacada de esta misma física a la que se le reprochaba recurrir. En una simple mezcla, respondió, los componentes conservan su naturaleza y subsisten en el seno de lo compuesto, como ocurre con el vino y el agua, en el agua enrojecida, pero la teología no es una mezcla; no se compone de elementos heterogéneos, parte de los cuales pertenecerían a la filosofía, y los otros a la fe en la palabra de Dios. En ella todo es homogéneo, a despecho de las diferencias de origen: 'Los que recurren a argumentos filosóficos en la Sagrada Escritura, y los ponen al servicio de la fe, no mezclan el agua al vino, cambian el agua en vino'.
Traducido: cambian la filosofía en teología, como Jesús cambió el agua en vino en las bodas de Caná. Es así como la sabiduría teológica, impresa en el espíritu del teólogo como el sello de la ciencia misma de Dios, puede integrar en su trascendente unidad la totalidad del saber".

Cualquier persona objetaría rápidamente que en ese fragmento está ya dicho todo: la filosofía es absorbida y, por tanto, anulada esencialmente por la teología. Pero Gilsón continúa diciendo:

"¿Cómo puede ser incluida en la teología la especulación puramente racional, sin, por ello, corromperse ni corromperla? Es que hace falta que esa filosofía siga siendo racional para ser utilizable por la teología y que la teología siga siendo ella misma para poder utilizarla. La famosa fórmula: la filosofía al servicio de la teología, no tiene otro sentido. Para que esta servidora sirva hace falta que no sea destruida. Y es cierto que la servidora no es la dueña, pero es de la casa."
Y la cosa es así, de arriba para abajo. Cada una tiene un campo metodológico, principios y procedimientos propios. Pero entonces, ¿cómo es que se relacionan? ¿cómo pueden tener conexión dos disciplinas tan distintas? Antes de responder a estas preguntas hay que aclarar algo: ambos conocimientos (el filosófico y el teológico) no son equitativos, sino jerárquicos. La teología es a la filosofía, lo que la ciencia divina es a la teología. Dios al conocerse a Sí mismo, lo conoce todo. Esto constituye lo que tradicionalmente se llama "ciencia divina". Por la revelación y la Gracia, Dios da al hombre ciertos principios a partir de los cuales puede proceder metodológicamente a nuevos conocimientos. Esta nueva disciplina puesta en el vértice de la jerarquía de las ciencias es la teología. Y debajo de ella y a su servicio, la filosofía. Entonces se renueva la pregunta, ¿pero qué gana con ello la filosofía? La filosofía, al ser asumida a los fines supremos de la teología no sólo no pierde nada de su intrínseca dignidad, sino que es elevada al conocimiento de verdades que por prolongación de su propia metodología sería imposible de alcanzar, a la vez que es purificada de errores que la infalibilidad divina y eclesial purgan en orden a la salvación de las almas. 
Pero, aclaro nuevamente: estas verdades son trascendentes al saber filosófico, son por sí mismas extra-filosóficas, y, por tanto, a-filosóficas. Son por sí mismas objeto de fe y materia del procedimiento teológico. La filosofía, al ser subordinada al escrutinio y a la perfección de la teología, encuentra el sentido de su existir. El filósofo adquiere la perfección sobrenatural de la Gracia y con ella, el verdadero sentido del filosofar. La filosofía no es destruida, ni por defecto ni por exceso, sino que es renovada intrínsecamente por fuerza de la fe creyente.
Así dice Gilsón más adelante: "El filósofo puede especular a partir de un mito, o de una fe religiosa, o de un sueño, o de una experiencia personal afectiva, o de una experiencia social colectiva, poco importa; lo único que cuenta es lo que justifica su razón". 

El filósofo cristiano es precisamente eso: un filósofo cristiano. Pretender inmiscuirse en terreno teológico o incluso estrictamente científico (y ahora me refiero a las llamadas ciencias particulares) es salir del papel de filósofo. Desplazar su procedimiento racional al terreno de la teología tiene consecuencias graves, lo mismo que pretender proceder por los principios primeros en el terreno del conocimiento científico. Ni para un lado, ni para el otro. Allí, en su lugar, seguirá siendo filósofo. El mismo problema acaece al teólogo: su terreno no es el de la filosofía, y que no pretenda justificar materia teológica por la fuerza de su sola razón natural, so pena de terminar destruyendo tanto el procedimiento teológico como el filosófico. "Cuando el teólogo se aventura por descuido en el terreno de la ciencia, daña a la vez a ambas, pues lo mismo que no llega a su teología a partir de la física, tampoco llegará a la física partiendo de su teología". Entre filosofía y teología hay (o al menos debe haber) un "mutuo intercambio de buenos oficios". 

El filósofo cristiano, al asumir un corpus doctrinal determinado e inmóvil (vease el Símbolo de los Apóstoles) no pierde sus intrínsecos hábitos intelectuales. No sólo no los pierde, sino que, por fuerza de la Gracia, son elevados al servicio de un fin más sublime. Y tampoco se confunda. Que ser filósofo cristiano no es equivalente a ser "tomista". Son dos cosas distintas. Puede uno ser lo primero sin lo segundo, pero no lo segundo sin lo primero. Aquel que libremente siga la guía metodológica e intelectual de S. Tomás no puede sustraerse de su fe. Hoy, aún hoy, se confunden, en muchos casos, los dos términos. Y se dice que no puede haber filósofo cristiano que no sea tomista. Ser un filósofo tomista es, por decirlo de algún modo, elegir un director espiritual, no un Dios. "Finalmente, cada uno guardará la responsabilidad de su propia decisión". El filósofo es libre del juicio y de la autoridad humanos, pero de lo que no puede librarse si quiere seguir siendo un filósofo cabal es de buscar la verdad. Gilson lo expresa así:

"En el fondo, es eso mismo lo que mantiene en el tomista ese estado de gozo del que sólo puede dar idea la experiencia: se siente por fin libre. Un tomista es un espíritu libre. Esta libertad no consiste con seguridad en no tener Dios ni maestro, sino más bien en no tener otro maestro que Dios, que libra de todos los otros. Pues Dios es la única protección del hombre contra las tiranías del hombre. Sólo El libra de sus temores y de sus timideces al espíritu que se deja morir de inanición ante el amontonamiento de los 'alimentos terrestres' porque, sin luz para escoger, sólo puede sentir hambre o sofoco. La felicidad del tomismo es la alegría de la libertad que se siente al acoger toda verdad venga de donde venga".

Y con énfasis: venga de donde venga. S. Tomás no temía dar razón a Orígenes en algo, cuando realmente decía una verdad, y lo mismo que decir de Averroes y de Aristóteles. Y entiéndase bien: Orígenes era un cristiano errado según los propios cristianos del s. XIII, Averroes era un musulmán, y por tanto, principalmente un "enemigo de la fe", y Aristóteles un filósofo pagano. Poco más, era insultante para la cultura preeminentemente agustiniana de aquellos años dar consentimiento a una verdad salida de la boca de aquellos hombres. Y Tomás no tenía miedo de admitirles la verdad cuando decían la verdad, como tampoco temía refutarlos (no "censurarlos", sino refutarlos) cuando estaban errados. Y esto, lo aclaro, en el terreno propiamente filosófico. En el terreno teológico la cosa es muy distinta, pues el error teológico involucra primum et proprie al terreno de la salud de las almas. La filosofía también, pero a modo de servicio de aquella. No es lo mismo el error del dueño de casa que de la servidora. Justamente, allí está el dueño para corregir amablemente a la servidora.
¿Y qué cualidades resaltar del filósofo cristiano, aquí señaladas por Gilson?
Principalmente tres: la fe, en primer lugar, como "sidus amicum" del proceder filosófico, y que consiste en el acto intelectual-adherente a verdades reveladas por Dios. Por lo cual supone también otra cualidad esencial que es la humildad, ante la enseñanza divina y eclesial, ante el maestro que Dios buenamente haya puesto en su camino y, sobre todo, ante la verdad. Por último, y quizás la más difícil de encontrar de modo íntegro, el coraje de buscar siempre la verdad, aún donde muchos piensen que no la puede haber. O donde todos piensen que no la puede haber.

Esto, todo esto, es a mi modo de ver tan sólo el vértice de este magnífico libro. 

Dios nos asista para restaurar el espíritu propiamente filosófico de los cristianos, y el espíritu propiamente cristiano de los filósofos.