domingo, 6 de septiembre de 2015

Alma y cultura





En medio de la vanidad de la vida moderna, de la exaltación del dinero por el dinero mismo, del placer venéreo como la única real satisfacción humana, de la mezquindad de las relaciones humanas, de la frivolidad del amor degenerado en la fugacidad de los encuentros esporádicos y puramente genitales, en medio de la omnipresencia y omnipotencia de la tecnica como forma fundamental de vida, del racionalismo des-racionalizador del hombre, del empirismo pragmático devorador de todo sentido cultual, festivo y contemplativo del ser de las cosas, de la aceptación voluntaria-positiva y demagógica de la tiranía; en medio de todo esto que es ya un entramado mental del hombre común, me encontré alguna vez (y me reencuentro ahora) con estas palabras que se abren con rayos perpendiculares de luz, amén que racional-natural-no-sobrenatural, pero luz al fin:



"'Querido amigo, que eres ateniense esto es, de la ciudad más poderosa y de mayor fama en cuanto a sabiduría y fuerza ¿no te avergüenzas de preocuparte por tu fortuna, de modo de acrecentarla al máximo posible, así como a la reputación y a la honra, mientras no te preocupas ni reflexionas acerca de la sabiduría, de la verdad y del alma, de modo que sea mejor?'


Y si alguno de ustedes me disputara y afirmara que él se ocupa de estas cosas, yo no lo soltaré enseguida y me marcharé, sino que lo interrogaré, lo examinaré y lo refutaré. Y si me parece no estar en posesión de lo que hace a su perfección, se lo diré, y le reprocharé que confiera mucho valor a lo que es inferior, y poco valor a lo que es superior.

Y haré esto con quien sea que encuentre, sea más joven o más anciano, extranjero o conciudadano, aunque más con mis conciudadanos, desde que me tienen más próximo en la sociedad. Porque esto me lo manda el dios, sépanlo bien. Y por mi parte pienso que nada mejor puede acontecerles en la ciudad que este servicio que presto al dios. En efecto, no hago otra cosa que ir de un lado al otro persuadiéndolos a ustedes, sean jóvenes o ancianos, de no preocuparse por sus cuerpos ni por sus fortunas sin antes atender intensamente a su alma, de modo que llegue a ser perfecta; diciéndoles que no es de la fortuna que nace la perfección sino de la perfección que nace la fortuna y todos los demás bienes para los hombres..."



(Platón haciendo hablar a Socrates en su "Apología de Socrates", 29d-30b)

Aquella espontánea preocupación por el alma humana hoy ya no es nada espontánea. A causa de la instauración cultural del racionalismo se redujo la consideración del "alma" como algo ajeno a una visión natural-intelectual-racional del hombre, para pasar a ser un objeto de "fe" (no sin un tinte claramente despectivo, anti-científico). El alma es para el hombre común un mito, algo "creíble", pero no "cognoscible" por la inteligencia. Es un objeto no experimentable, ajeno a todo saber rigurosamente científico. Y hago hincapié a la situación cultural del hombre común porque es esto lo que revela la situación terrible de la cultura de hoy. Científicos locos hubo y habrá siempre. Pero gente común loca, hombres simples y sencillos que olvidaran el contacto primigenio con el ser profundo de las cosas y la admiración que de ello nace, eso si que es un privilegio de la modernidad.
Lo gracioso es que aquello es verdad. El alma en cuanto tal no puede experimentarse, como se experimenta o se "observan" las bacterias (en el ámbito de lo micro) o los planetas (en lo macro). No hay microscopio, ni cirugía, ni telescopio que nos revele un vestigio del alma. 
Es el procedimiento racional anclado en la manifestación sensible de las cosas y en la aceptación mistérica de su entidad lo que engendra el conocimiento del alma, y que no se ha puesto en duda hasta no hace mucho tiempo. Esto, que es un conocimiento filosófico genuino, es lo que el empiriorracionalismo nacido con la Alta Edad Media y seguido por Descartes ha olvidado e, incluso, negado. Aristóteles en el De Anima no se pregunta por la existencia del alma. Y bien podría haberlo hecho, porque no es una realidad evidente per se. Sino que, para su conocimiento, debemos hacer un breve procedimiento racional. Acentúo lo de breve.
Sólo en virtud de la concepción puramente fisico-química del hombre (típicamente ideológica y servil) es que se niegan la genuina realidad metafísica de los actos humanos. Los sentimientos, el amor, la voluntad, los hábitos (buenos o malos), la inteligencia, todo es producto de la concentración organizada de hormonas y conexiones sinápticas.
Y al menos lo consideraría interesante o curioso si tuviese un genuino fundamento filosófico. Pero lo denuesto porque es puramente servil e ideológico. ¡Qué patético que la sublime realidad del amor sea reducida a la actuación impersonal y ciega de un conjunto de hormonas! ¡Qué perverso que se reduzca los nobles actos intelectuales a un entramado de conexiones neurológicas! El hombre es más, mucho más, que eso.
Y en medio de este mundo, así graficado, se hace más brillante, más notable, el ser y el obrar filosófico. El filósofo genuino aspira al heroísmo. Cosa no fácil de lograr. Sobre todo porque es algo perpetuo y constante. Un ejercicio voluntario, no una chapa. Y es algo que no debe ser "privilegio" de la academia, del título, del profesionalismo. Amén de las capacidades individuales, todos podemos y debemos abrirnos a un espíritu cabalmente filosófico en la contemplación festiva y cultual de la realidad. Así se restaura la cultura: todo al servicio del ente real y su Sostenedor. Así sea.