Créanme. Yo no lo busco. O bueno, un poco si. Pero el tema me salió al paso (otra vez). Y el tema no es así no más. Una que se pueda pasar por alto así como si nada o que pueda olvidarse de un día para otro. O, como dice una amiga, “no es moco de pavo”. No. El tema es serio y muy importante. No: es lo más importante. Y la cosa salió al paso en una jornada pedagógica, de esas que cada tanto se hacen en los colegios. Estábamos todos reunidos (docentes, preceptores, directivos, etc.) y salió la cuestión. Pero me salió a mí, casi violentamente. Me levanté para cambiar la yerba (porque algunas cosas sólo se digieren con mate) y el director que guiaba la jornada me preguntó (así parado, con el mate en la mano) qué diferencia hay en mi opinión entre una ideología y una doctrina. Y mi respuesta fue esta: “En mi opinión, la doctrina es un corpus de ideas que se adecuan a la realidad y forman una cosmovisión. La ideología, por el contrario, parte de presupuestos, prejuicios, de los cuales se derivan miles de conclusiones prácticas y conducen a consecuencias nocivas como estas (refiriéndome a lo que antes se había señalado sobre los enfrentamientos de 1970-1980 acá en Argentina)”.
Ahora, uno después, cuando está en frío, se sienta y piensa lo que dijo. Y lo que dijo está incompleto y no del todo claro. En las entradas anteriores de este blog traté la cuestión del filosofar que es de algún modo contradictorio con los prejuicios “doctrinales” e “ideológicos” de muchos neotomistas e ideólogos de otras corrientes. Por allá igualé estos términos (doctrina e ideología) asumiendo que la filosofía es un ejercicio crítico, un movimiento racional y no una mera aceptación de ideas o principios más o menos coherentes. Y que no sólo esto, sino que aquel movimiento del entendimiento nace de la contemplación sensible-intelectual y en ella acaba. Todo muy lindo. Pero, ¿qué significa que la aceptación “acrítica” de ideas o principios es contrario al filosofar?¿No es posible admitir nada estático en la filosofía? ¿Es inadmisible la quietud del pensamiento e incluso de las formulaciones que se consideran verdaderas?
Para explicar lo que pienso al respecto, lo primero que tengo que hacer es afirmar que el filosofar parte de un robo. De un robo, quizás el único robo que no sea crimen, y que hasta quizás sea el acto más noble que exista. Acto que, por su naturaleza, sólo es robo en la medida en que el hombre abra su bolsillo para ser asaltado. ¿Y quién es el maleante? ¿Quién es este noble ladrón que no solo no se oculta en la oscura noche sino que se muestra lleno de misterioso y sorprendente esplendor? Es un buen ladrón, como aquel de las Escrituras, sólo que este no tiene nada por lo que pedir perdón: este ladrón es el ente corpóreo, las cosas mismas en su cruda existencia. Son ellas las que arrebatan (“rapit” como decían los latinos), con su misma existencia, el asentimiento del intelecto. Ellas son las que seducen nuestros sentidos y avivan nuestro intelecto. Y así, todo parte de un noble “si”. Si, ustedes existen. Si, son. Y así es como uno puede luego embarcarse saludablemente en el filosofar. Pero esto supone docilidad a la imposición brutal y primaria de las cosas y de los sentidos. Y esta aceptación primera es estática. No es un movimiento del intelecto por el que asentimos, sino un juicio. Debe uno esperar el colectivo parado, para luego subirse y moverse sobre sus ruedas. Nadie sube corriendo, o sale a buscarlo camino atrás. Sólo espera. Pero tampoco nadie duerme o vive en el colectivo. Se sube para luego bajarse en otra parada. Y luego espera, sube, se baja… y así es como se viaja en la filosofía.
Por allá, en los Últimos Analíticos dice Aristóteles: “Por tanto, estos conocimientos de los principios no están en nosotros completamente determinados; no proceden tampoco de otros conocimientos más notorios que ellos; vienen únicamente de la sensación”. A mi parecer, Aristóteles habla un poco ingenuamente en ese fragmento. Es verdad que los sentidos son las puertas de los principios primeros, pero no son ellos el portero. El portero es el intelecto, que, asumiendo que tiene una puerta delante, trae a lo inteligible al intelecto. Sentidos e intelecto. Puerta y portero.
Ahora bien, llámesele a este conocimiento de los principios un conocimiento “doctrinal” o como se le quiera llamar, a mí me da más o menos lo mismo. Lo importante es asumir que ni están ellos en nosotros de un modo “a priori”, ni pueden ser extraídos de otros principios más notorios (es decir, ser producto de un movimiento de la inteligencia). No. Es así, simple y compuesto. Es simple, en cuanto que no es racional, sino intelectual. Es compuesto, en cuanto supone una composición judicativa. Sensible-intelectual, simple-complejo. Algo así. Y esto es una aceptación, un asentimiento. Es, si se quiere, un conocimiento “doctrinal”. La filosofía parte (o “debe” partir por su propia salud) de un conocimiento doctrinal de las cosas. Poner estos principios apriorísticamente en la inteligencia, o derivarlos por la razón es, para darle un término propio, un proceder “ideológico”.
De modo que, el hombre que saludablemente asuma que su hamburguesa tiene lechuga y mostaza porque así lo dictan “doctrinalmente” sus sentidos, podrá gustarla con todo placer. Pero el hombre que empiece a dudar de aquello, no sólo, luego de todos los dislates racionales a los que llegue, va a comer una hamburguesa fría, sino que probablemente acabe por negar la misma hamburguesa. O trate de darle la vuelta para ver sino esconde un misterio superior, o simplemente se enoje con ella por considerar imposible saber si es o no una hamburguesa, o concluya, luego de hacerle algunos análisis químicos, que está más cerca de ser una empanada que una hamburguesa. Yo prefiero una hamburguesa caliente…
Pero la cosa no termina acá. Una vez que nos subimos al colectivo de la filosofía (ponga si quiere, por hacerlo más poético, un barco) no quiere uno sentarse en los asientos de embarazadas o quedarse cerca de la puerta. Es mejor ir hasta el fondo, proceder a las causas tan alto como se pueda. Y todo esto es un movimiento de la inteligencia, que se asienta en aquellos primeros principios adquiridos por la inteligencia en conjunto con los sentidos. Y después que se viajó tanto como se pudo, debe uno bajarse del colectivo… en otra parada.
El filósofo que vive en el colectivo, que estanca su inteligencia en los conceptos y mueve de aquí y allá su razón y construye monumentos ideales sin atender a la realidad primaria de las cosas, acaba con una indigestión intelectual. Y esto no es porque se me antoja. En la conclusión, la inteligencia se detiene y emite otro juicio. Que no es verdadero o falso en virtud de una comprobación empírica posterior, sino en virtud de su arraigo en aquellos primeros principios conocidos por la inteligencia y los sentidos. La cosa es para atrás, y yendo para atrás es como se va para adelante… remitiéndose a los principios, puede uno conocer nuevas verdades. Que serán verdades en la medida en que se adecúen a las cosas, a los principios. Esta posterior quietud del intelecto también puede llamarse “doctrinal”, si a este, como venimos haciendo, se le opone el raciocinar. Son opuestos, pero no contradictorios. Son opuestos y complementarios.
Pero esto señores, todo esto, supone, una vez más, docilidad a la realidad de las cosas. Estoy tentado a decir “confianza”, pero no es esa la palabra. Lo voy a expresar en un término complejo: debe uno asentir al misterio de la existencia. Que, como ya dije, no es algo que nosotros pongamos… ellas nos asaltan con violencia. Nos piden que las veamos. Pero me temo, que esto supone humildad. Y la humildad supone cierta renuncia intelectual. Se renuncia a ser hacedor de las cosas, para ganarlo todo. Se renuncia a poner esencias, para aceptarlas saludablemente ¿De qué le sirve al hombre ganar las cosas si pierde su inteligencia? Se aceptan las cosas en su lugar, a conclusión de conservar la cabeza.
Pero todavía queda una cuestión. Si la ideología se caracteriza por su inadecuación con las cosas, por su vuelo desarraigado, por su falta de paradas (algo así como el 53 rápido…), ¿qué pasa con la sistematización neotomista que, por ser honesto, goza de muchos aciertos filosóficos? Lo que pasa, a mi parecer, es que subvierten (muchos, no todos) el inicio saludable del filosofar. Reemplazan la contemplación primigenia por las máximas de la tradición y la autoridad humana. Y esto, repito, no todos lo hacen, pero sí muchos. Amén de que afirman que es necesario contemplar, nunca hicieron ejercicio de eso. Lo dicen porque otro lo dice. Y aunque nada tiene de malo la aceptación del juicio humano o incluso el divino (tema que voy a tratar en otra entrada) no puede la filosofía por su misma salud reducirse a una pura exposición dogmática o doctrinal. Filosofar supone el aceptar, pero no se reduce a él. El filósofo asume una tradición y hace uso de su memoria con toda legitimidad, pero no se reduce a ellas. La filosofía supone el dogma pero no es un dogma. Y su fuerte no es el argumento de autoridad, sino la reducción a los principios. Las cosas mismas son su autoridad fundante, no Santo Tomás. Puede uno considerar tanto como quiera las máximas del Angélico, puede repetirlas, reordenarlas, ponerlas de cabeza, aceptarlas o rechazarlas, pero si quiere considerarse filósofo no le es posible admitirlas verdaderas porque hayan sido dichas por Santo Tomás. Si quiere seguir en el terreno saludable de la filosofía debe hacer él mismo la reducción a las cosas mismas: debe emprender su propio viaje por la sabiduría y ver las máximas del Aquinate en las cosas mismas.
En definitiva, la filosofía no tiene nada que temer a la construcción sistemática, más aún, es natural que lo haga. Es natural que el hombre, por su inteligencia, tienda a ser coherente, a aceptar una doctrina y a concluir en una sistematización “doctrinal”. Puede uno elevar tanto como quiera las ramas, puede uno dar tantos frutos intelectuales como quiera, pero si quiere seguir viviendo debe echar raíces en la tierra.