Generalmente
es conveniente empezar por el principio. Y digo generalmente no en chiste, sino porque
algunos empiezan por lo ultimo... y lo primero… a la vez. No, no estoy loco. O
en todo caso díganle a Platón que está loco, porque él empieza por lo primero y
lo último, a la vez.
A ver. Me explico.
Cuando
empieza a leer uno la República le da la impresión que se equivocó Platón y en
vez de poner algún desvarío sobre la justicia y la polis, o sobre el alma y la
justicia metió desvaríos sobre ancianos. Allí, en el comienzo, el buen Sócrates
habla con Céfalo, padre de Polemarco, acerca de algunas cuestiones
aparentemente inoportunas. Pero está dicho. Aparentemente.
Hablan
sobre una cuestión importantísima, y que revela la gran sabiduría del filósofo
y su profundo tacto empírico (al contrario de los comunes prejuicios
ideológicos). Porque no empieza por una definición, por una proposición mas o
menos estructurada de un antiguo sabio (todas las cuales sin embargo no faltan
a lo largo del diálogo) como hacen los verdaderos racionalistas. No. Empieza
por la experiencia. La experiencia de la vejez, la experiencia del final, la
experiencia de la muerte. Y llegado uno al punto final de la carrera mira para
atrás y ve cuanto ha recorrido. Cuanto logró, y cuanto se equivocó. “Algo –replicó- que difícilmente aceptarían
muchas gentes –dice Céfalo-. Bien
sabes, Sócrates, que cuando un hombre cree próximo el fin de su vida, siente
temores e inquietudes ante lo divino que antes no le preocupaban. Y, sin duda,
las fábulas que se cuentan acerca del Hades, de que allí debemos pagar las
injusticias que aquí cometimos, esas fábulas, de las cuales se burlaba hasta entonces,
agitan su espíritu: empieza a temer que sean verdaderas; bien puede ser que su
aprensión provenga de la debilidad consiguiente a la vejez, o de que las vea
más claramente a causa de la proximidad de su fin. El hombre es presa entonces
de dudas y temores y repasa en la memoria todos los actos de su vida para
averiguar si ha hecho o no mal a nadie. Aquel que al examinar su conducta la
encuentra llena de culpas, muchas veces se despierta sobresaltado por los
sueños, como los niños, y vive en penosa expectativa. Pero aquel que nada tiene
que reprocharse abriga siempre una dulce esperanza, bienhechora “nodriza de la
vejez”, según la expresión de Píndaro. Con gracia poética, Sócrates, dijo
Píndaro del hombre que ha llevado una vida piadosa y justa:
“dulce, acariciándole el corazón,
como nodriza de la vejez,
la
esperanza le acompaña,
la esperanza que rige, soberana,
la mente insegura de los mortales”. (I, 330d)
Ahí, cuando
la vida se marchita, empieza el hombre a pensar en el abismo que sigue. Que aunque
uno crea que es oscuro, en verdad, sabe uno que no sabe. Y no saber (al modo de
los indiferentes) produce inquietudes terribles. Una de esas es aquella. Que si
no es nodriza, es tortuosa. Que no acaricia el corazón, sino que lo llena de
tensión, de incomodidad, de dolor goteante. Y aquella es la primera y la última
justicia que el hombre repasa. La justicia con lo alto. Todos aquellos
guardianes, filósofos, artesanos, hombres de leyes, regentes y gobernados de la
gran Polis platónica… llegarán a sentarse en un banco de alguna plaza, canosos
y arrugados, para pensar al final de su vida, ya ida, si han sido justos… más
vale encuentren a la nodriza.